En este blog, El tablero intelectual, apostamos por la puesta al día de los relatos ancestrales, pues si bien el mensaje permanece, la estética ha de adaptarse a nuestro mundo moderno.
Cassim y los cuarenta abogados
Érase una vez un señor llamado Cassim, poco aficionado a trabajar. Decidió meterse en política y llegó a ser funcionario del órgano de gobierno regional. Cassim tenía un hermano, llamado Alí Baba, que vivía de su trabajo, así que a efectos prácticos lo olvidaremos.
Estaba Cassim en su puesto de trabajo, ocupado en hacer pajaritas de papel, cuando vio por la ventana de su despacho a uno de sus compañeros dirigirse a una puerta, y llamar con la fórmula “¡Ábrete, subvención!”. Le dejaron entrar, lo cual extrañó a Cassim, pues le habían dicho que esa puerta no le era abierta a nadie.
Decidido, les preguntó a sus compañeros de trabajo y se enteró de que esa puerta sólo se le abriría si se ocupaba de un puesto de responsabilidad, tal como dedicarse a financiar el desempleo de camelleros, muchos de los cuales habían perdido su trabajo por la competencia desleal de los carromatos.
Aceptó, y probó fortuna. “¡Una subvención para esos paraditos!”, gritó, y la puerta se abrió. Entró y encontró una gran fortuna por doquiera que mirara, y no había ningún vigilante. Decidió tomar un poco de la fortuna y salió disparado. Le sorprendió comprobar que nadie le dijo nada, así que decidió volver más tarde con un saco enorme, donde metió todo lo que podía llevarse sin deslomarse. Como no le dijeron nada en esta nueva ocasión, decidió que no era mala idea llamar a unos cuantos camelleros, ya que se suponía que aceptaba las subvenciones para ellos.
Fue al centro del pueblo, donde encontró a varios camelleros manifestándose. La pancarta del grupo rezaba: “El hombre, como el camello, cuanto más feo más bello.” Cassim podía averiguar, gracias a su experiencia como sinvergüenza, quiénes de aquellos hombres eran sobornables. Para ello, entró en el bar más cercano, y mientras se tomaba lentamente un té, vio en el bar a uno de los manifestantes que, si bien no paraba de presumir del mérito del trabajo, dejaba pasar las horas muertas ahí dentro.
Cassim pagó todas las consumiciones del camellero, el cual se acercó a Cassim para agradecerle la invitación. Cassim respondió encargando una kachimba que tardaron en fumarse toda la tarde mientras le contaba su plan al camellero.
A la mañana siguiente, el camellero entró en el edificio donde “trabajaba” Cassim, y ambos se encaminaron hacia la famosa sala. Cassim recitó su acostumbrada fórmula, “¡Ábrete, subvención!”. Ambos entraron, y el camellero calculó que para llevarse todo aquello bien harían falta cien camellos. Cassim dio su visto bueno y todo se hizo en una sola mañana.
En un destello de lucidez, Cassim y su cómplice pensaron que la gente podría extrañarse de verlos con mucha pasta, así que decidieron repartir el tesoro que sacaron entre varios amigos suyos. Estos simplemente debían hacer ver que usaban el dinero en diversas iniciativas. Desafortunadamente, estos amigos eran un tanto zopencos cubrieron a sus familiares de oro, haciéndolos figurar en puestos de trabajo desde el día en que habían nacido o prejubilándolos con treinta años, pues ya se sabe que no es una edad para esos trotes.
Por esos últimos, acabaron pillando a todo el grupillo. El camellero acusó a Cassim de haberse gastado una importante suma en odaliscas y alcohol, cosa que negó y, mientras buscaba desesperadamente una salida, volvió a la famosa puerta donde empezó su destino, y gritó “¡Necesito ayuda!”. Otra puerta, situada no muy lejos, se abrió.
Cassim entró y vio que había varias tinajas. Por curiosidad, abrió una de esas tinajas y repentinamente salió un genio mágico, capaz de conceder deseos. El genio, no obstante, sólo podía conceder uno porque el precio de un bien típico se había incrementado desde los tiempos en que eran tres.
A Cassim poco le importaba la subida de los precios, así que pidió desesperadamente ayuda. El genio hizo aparecer un abogado. A Cassim le pareció insuficiente, así que abrió la siguiente tinaja, de donde salió un segundo genio, que le concedió a Cassim un segundo abogado.
Cassim fue recorriendo la habitación, abriendo tinajas y consiguiendo abogados. Cuando vio que no cabían en la habitación, tuvo una epifanía. Puso orden entre sus abogados, les contó para qué los necesitaba y, cuando le requirieron, fue al tribunal de justicia. A sus puertas, exigió que el dejaran entrar con todos sus abogados. En el edificio no tenían disponible una sala para todos, así que Cassim quedó libre. Diez meses después, aún no había sitio, y una reestructuración del órgano de poder regional permitió a Cassim volver a su trabajo, haciendo lo mismo que hacía antes.
Y colorín, colorado, este cuento ha acabado. O eso queremos creer…
2 comentarios:
Pues así es la realidad... Y mira que fastidia, pero al final no va a haber más remedio que admitir que subvencionar las actividades y ayudar a la gente es contraproducente por lo mismo de siempre: por los cuatro espabilados que se aprovechan de las circunstancias, los veinte o treinta listos que hay en toda sociedad y que lo joden todo
Si ya el problema no es sólo que se aprovechen, sino que para colmo no les dicen ni mu. Precisamente, el politicastro que ha inspirado a Cassim ha llegado a defenderse con ese argumento, ¿pero y si fuera cierto? ¿Y si a sus jefes lo que les preocupa es que les salpique la mierda en vez de lo mal que huele?
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