lunes, abril 30

¡Aniversario! III

Y llegamos a la recta final con la última historia, que básicamente presenta a un grupo de antihéroes, o mejor dicho, reinterpretaciones irónicas de algunos héroes más o menos típicos y tópicos. Como no quiero contar mucho más, ahí vamos.

--------------------

Crónicas de los Diez, y aún así pocos.
Antihéroes de leyenda.
“Hace mucho tiempo, surgió un imperio hasta entonces ignoto que quiso conquistar el mundo. Este imperio se encontraba en otro mundo diferente a este, y de algún modo desconocido lograron abrir un camino hasta este mundo. Su avance era imparable, pues el poder de esa nación no tuvo, ni tiene todavía, par. Sin embargo, diez héroes aparecieron para plantarle cara al imperio. Lograron, con sus éxitos, estimular a los ejércitos del mundo para una unión, y gracias a su intervención fue totalmente fructuosa. Los diez héroes se retiraron a gobernar un gran reino, y así acaba la historia.”
-¡Es muy corta, hermanito!-protestó el pequeño.
-¡No seas así, Roberto!-le dijo su hermano, Juan-La historia se ha acabado, no hay más hasta que lleguemos a casa.
-¡Jo!
-¡Venga, no seas un niño mimado! ¡Pregunta lo que quieras, que te contestaré!
-¿Esos héroes eran muuuuuy fuertes?-el pequeño estaba ilusionado.
-¡Muuucho! Eran tan fuertes, que se bastaban para derrotar a cien enemigos, ¡y más!-Juan hizo gestos de lucha.
-¿Y cómo eran esos héroes? ¿Altos y fuertes?
-Pues cinco de ellos eran hombres, hombres tan bravos que eran comparados a decenas de enemigos. Y los otros cinco, mujeres, mujeres tan decididas que si se planteaban llegar al mismo infierno, todos suponían que les traerían recuerdos a la vuelta del próximo viaje que emprendieran.
-¿Como esos de ahí, hermanito?-Roberto señaló a un grupo de muchachos sentado no muy lejos. Juan se alarmó.
-¡Roberto, te he dicho que está mal señalar a la gente!-se volvió para disculparse, y se asombró cuando vio a esos chicos durmiendo a pierna suelta, prácticamente unos encima de los otros, como sacos. Para colmo, llevaban la ropa arrugada, como si la hubieran llevado durante más de un día. No estaban sucios, pero cualquiera habría dicho que vivían en la calle. No era el único que los miraba estupefacto.
-¿Pueden ser, hermanito?-volvió a preguntar Roberto.
-¡No llames su atención!-Juan se pudo el dedo en el labio para indicar que hablara calladito-Y no, no pueden serlo. ¡Eso sucedió en la antigüedad!
-¡Pero también me dijiste que todavía hay sucesores de los héroes de la historia!
-¡Pero ellos no pueden serlo!
-¿Por qué?
Juan no supo qué responder.
-Porque… ¡sería mucha casualidad! ¡Y no tienen nada que les hagan parecer héroes! ¡Incluso parecen personas desastrosas!
Juan habría dado más excusas débiles, en lugar de decir que aquellos sujetos le parecían unos elementos sin remedio, pero en ese momento el tren sufrió una sacudida. Cuando paró, estaba en el suelo con su hermano entre sus brazos. El tren estaba parado, y parecía que nadie hubiera salido herido, ni siquiera los dormilones dejados, aunque una de las chicas había caído sobre la entrepierna de uno de sus amigos. Juan no entendía cómo no podía darse cuenta, y se asustó, pensando que quizás había muerto tras romperse el cuello. No pudo pensar en ello, ni en las preguntas nerviosas de Roberto, porque entonces entraron por la puerta unos pistoleros.
-¡Esto es un asalto!-gritó uno de ellos, como si nadie se hubiera dado cuenta. Muchos reprimieron su angustia, porque se había oído hablar de forajidos por esa zona, tan crueles que violaban a las chicas jóvenes.
Juan dio sin protestar su dinero al encapuchado que se dirigió a ellos, mientras con el brazo izquierdo protegía a su hermano para lo que pudiese ocurrir.
-¡Eh, mirad esto!-la voz sonaba socarrona. Juan se echó a temblar.
-¡Oooooh! ¡Aquí las nenas se están divirtiendo sin nosotros!
Todos se atemorizaron. Ojalá no fueran testigos, eso pensaron. No les gustaban nada esos muchachos con pinta de pilluelos huérfanos que deambulaban por ahí y por aquí, pero tampoco querían presenciar el sufrimiento de esos pobres diablos. Juan sostuvo a su hermano.
-¡Atacadlos! ¡Vosotros podéis!-dijo Roberto.
El pobre confundía la realidad y la ficción. Mejor así, pensó. Muy cerca, siete forajidos se reían, y el jefe permanecía callado, porque sus hombres habían olvidado sus órdenes iniciales de robar primero, y después a otras cosas.
-¡Eh, vamos a despertarla! ¡Verás qué sorpresa, cuando piense: “¡Oh, qué vergüenza! ¿Qué pensarán ahora de mí?”, y luego nos vea a nosotros!
-¿Y por qué no comenzamos ahora, la levantamos de un tirón, y la llevamos a ese banco donde esos chicos?-A Juan le empezó a caer un sudor frío.
-¿Y por qué no lo dejáis para después? ¡Al trabajo, gandules!-bramó el jefe. Los rufianes se hicieron los remolones al principio, pero decidieron hacerle caso. Cada cual se dirigió a un pasajero, y cuando todos estuvieron ocupados, una de las chicas dormidas, la rubia, empezó a desperezarse y bostezar ruidosamente.
-Nos está provocando-dijo con una mueca uno de los asaltadores, que se acercó de nuevo tras haberle robado un reloj a un caballero, y se dirigió a ella. Al jefe no le importó ya, porque había cumplido, y además reconocía que tanta indiferencia lo enfadaba.
-¡Arriba, preciosa!-dijo con falsa voz de recién casado. La chica lo miró, extrañada, y volvió a cerrar los ojos. Él le dio un golpecito en el hombro, ella lo ignoró y así hasta la cuarta vez, cuando la chica repentinamente lo abofeteó en toda la cara.
-¡Déjame en paz, gilipollas! ¡El tren es de todos! ¡Que ni eres mi padre, ni voy al colegio!
Y volvió a cerrar los ojos. Los forajidos se rieron, incluso el agredido se rió, pues la chica no sabía en qué situación estaba. Entonces adoptó otro tono.
-¡He dicho que arriba, preciosa!
-Y yo te he dicho que me dejes en paz, gilipollas-respondió tan tranquila. El forajido volvió a reírse, tenía sentido del humor.
-¡Bueno, no sé si dejarte dormidita!
-Sería un detalle que no tuviera que decírtelo tres veces.
Antes de seguir el forajido la broma, la chica con la cabeza apoyada sobre la entrepierna del otro muchacho, que tanta hilaridad les había causado, se levantó y lo miró. Era morena, de pelo negro y largo, con una cara redonda, como un peluche. Tenía aspecto de ser bobalicona, y eso bastó para que el forajido pasara de la rubia deslenguada.
-¡La princesa se ha despertado! ¡Qué bien ha funcionado el beso del príncipe!-sus compañeros a penas duras se mantenían en pie de la risa. Incluso su jefe disimulaba malamente sus carcajadas. Tuvo que reconocer que tenía buenos golpes, a pesar del ridículo que pasó cuando la chica le dio de bofetadas.
-¡¿Eeeeeeh?!-dijo esta.
-¡Princesa, tus enanitos hemos estado muy preocupados, pero el príncipe ha hecho su labor con entusiasmo!-más risas de los forajidos, los pasajeros estaban espantados.
-¿Príncipe…? ¿Princesa…?
-¡Verás qué bien lo pasas, con tus enanitos!
-¿Enanitos…?
-¡Sí, tus amiguitos!
-Mis amiguitos están muertos.
-¡Pero nosotros estamos muy vivos!-respondió burlonamente.
-Me da igual que estés vivo o muerto-y se inclinó hacia atrás con la boca muy abierta, roncando ruidosamente. Aquello era demasiado, el forajido decidió que ella sería el plato principal y decidió catarlo.
-¡Ven, princesa!-se adentró entre los chicos, exactamente diez, y de pronto dio un respingo hacia atrás.
-¡Ay! ¡Creo que me han pinchado con algo!-sus compañeros se extrañaron. El jefe no dijo nada.
-Ninguno se ha movido. Míralos, deben de ser mendigos, o truhanes como nosotros cuando éramos jóvenes. No me extrañaría que te hayas pinchado con un punzón que lleven escondido en los pantalones.
-¡Será eso! ¡Malditos niñatos…! Se van a enterar-se adelantó a los chicos. Tres eran morenos, uno negro y el otro castaño. Los morenos eran muy diferentes, uno era muy pequeño, otro estaba gordo y el último muy fuerte. El bajito llevaba el pelo largo. El castaño y el negro parecían normales, y el primero tenía el pelo castaño y era el más alto. El negro era el segundo. Roncaban sin miramientos en las posturas más raras.
-¡Eh, despierta! ¡Maldito bastardo! ¡Barrigón, que sé que me he pinchado junto a ti!-no hubo respuesta. Se disponía a pegarle cuando la rubia habló.
-¡Joder, te ha faltado discreción! A ver si tenemos cuidado, colega.
-Intenta estar así durante varias horas, y hablamos entonces-respondió el gordo.
-¡Tengo los hombros cargados, así que no te quejes!
-¡Callad ya, maldi…!-el forajido calló de pronto. La rubia se levantó, lo sujetó y con la mano derecha le quitó el arma. Tiroteó a los bandidos que ofrecían mayor blanco y se refugió.
-¡Defendeos, estúpidos!-bramó el jefe. No se esperaba semejante resistencia. Esos mocosos, unos niños con apenas barba, y unas niñas apenas desarrolladas habían engañado al mejor de sus hombres. Quizás lo habían envenenado con un paralizante de efecto retardado.
-¡Morid, cabrones!-gritó uno de los bandidos, y los pasajeros se escondieron. Entonces se le ocurrió que podía usarlos de escudos, como hacía la chica. De pronto, sintió un pinchazo. A su espalda había llegado el chico gordo y le había clavado algo en la espalda. Tenía muchas puntas. Se desmayó por la pérdida de sangre.
-¿Cómo lo ha hecho?-se preguntó el jefe. Sólo miraba a la rubia, pero estaba claro que esos diez mamarrachos no eran lo que aparentaban. Los cinco chicos se habían levantado. Dos atacaron a uno de sus hombres, el castaño lo desarmó y el negro cogió su arma. El fuerte se bastó solo para romperle el cuello a otro que no podía ser llamado débil. Pero lo más increíble era que el bajito y una de las chicas, con pelo azul, parecían volar mientras sus hombres caían como fulminados por una fuerza.
-¡Es hora de ahuecar el ala!-pensó, y tras gastar sus balas en todos sin pensárselo dos veces, corrió a la salida. Un tiro en la nuca acabó con él. Fue una chica, castaña, alta y con un parche en un ojo. La morena de antes y otra morena de mirada enigmática estaban con esta y con la chica rubia. No parecía que hubiesen hecho nada.
Los pasajeros estaban aterrorizados, pero también impresionados. Juan se incorporó poco a poco, y vio horrorizado que a su alrededor se había formado un campo de batalla. Ahora pudo contar a los canallas, eran quince. Roberto estaba callado como un muerto, pero respiraba fuertemente. Después de todo, el trauma sería causado por la masacre de unos forajidos sin escrúpulos, no por el abuso de mujeres. Quizás deseó que pasara, pero ahora se arrepentía.
Los jóvenes responsables del estado de tren se incorporaron. Intercambiaron miradas rápidamente.
-Bueno, pues ha salido bien. Y eso que por unos momentos temí que se iba a ir al traste-comentó la rubia de pasada, mientras tiraba al pobre diablo que había usado como escudo. Había encajado nueve disparos, y a través de él ella había disparado un par más.
-¡Nada, nada!-repuso el bajito alegremente, y bajó de un asiento sobre el cual había saltado, o volado, era dudoso-El trabajo estaba perfectamente planeado. Nadie sospechó de nosotros, que es lo que cuenta.
-Sí, ni siquiera se dieron cuenta de que mientras hacíais el numerito de estar dormidas, los demás preparábamos el ataque. De todos modos, era inevitable que se dieran cuenta del pinchazo-añadió el fuerte.
-Pero otras veces, el envenenamiento también pasaba desapercibido-respondió la rubia con el ceño fruncido.
-¡Perdona, pero fui lo más sigiloso posible! Tenía que clavársela, no había otra posibilidad. Las otras veces, lo que hacía era rozar la piel desnuda, pero ese tío tenía todo el cuerpo tapado-protestó el gordo.
-Cierto-comentó la morena de mirada enigmática-, si hubiera cometido un error, no habría creído que le habían pinchado, lo habría sabido de seguro. Ha levantado el pie y lo ha vuelto a bajar en menos de un segundo.
-¡Vale, vale!-contestó la rubia mientras agitaba los brazos-¡Que sí, que lo que digáis!
-¡Eh, sois los dos unos quejicas!-les recriminó de falsete la morena de cara redonda-¡A mí me ha tocado una postura rara!
-¡Dímelo a mí!-el castaño se rió con ganas.
-¡Qué escena! ¡Realmente impagable!-el negro le puso la mano en el hombro al castaño y rieron juntos.
-Al menos, sabemos que si nos retiramos de esto podemos dedicarnos a trabajar en programas de bromas callejeras-dijo la tuerta, parecía cansada.
-¡Yo casi me parto de risa, os lo juro!-dijo la del pelo azul sobre uno de los asientos, como si nada.
Y así conversaban tranquilamente, mientras el pasaje intentaba calmar sus corazones desbocados. Cuando uno de los señores entados delante comprobó que su respiración era normal, no pudo contenerse.
-¡No puedo creerlo! ¡Una terrible banda de forajidos liquidada por unos chavales que aún no se afeitan!
-¿Hum?-dijo la del pelo azul-Me parece que usted debería fijarse mejor-el señor vio entonces, tras examinarlos mejor, que no eran tan jóvenes como pensaba. Tampoco eran muy maduros, seguramente rozaban la veintena. Cuando estuvieron dormidos, su expresión, o lo poco que se veía de sus caras, era propia de adolescentes. Ahora, sin ocultarse, se veían rasgos de adultez, además algunos de ellos tenían cicatrices o callos en lugares del cuerpo donde un chaval normalmente no los tiene.
-Luego entonces, ¿sois mercenarios? ¿Cazarrecompensas?
-¡Bueeeeeno…!-el más gordo reflexionó un poco-Algo parecido, pero ninguna de las dos exactamente.
-Pero me parece que sabíais perfectamente quiénes eran estos granujas, y estáis hablando de que el plan ha salido como esperaba, ¿sabíais lo que iba a pasar, y no habéis advertido a nadie?
-No-respondió el fuerte tajantemente.
-¿No lo sabíais, quieres decir?
-No lo sabíamos, no.
-¡Mientes!-acusó una mujer, aún nerviosa.
La muchacha rubia miró con desprecio a quien se dirigió así a su compañero.
-¡Mira, tú, no mentimos!-afirmó desagradablemente.
-¡Es demasiada casualidad que estéis perfectamente armados para nada!
-No estábamos armados cuando hemos subido, señora, a excepción de esto-respondió el castaño, mientras señalaba sus brazos y piernas, y se sacaba del largo abrigo que llevaba un paquete de cigarrillos.
-¿Y las pistolas, eh? ¡Llevabais armas!
-No, señora-intervino entonces el señor que antes había hablado-, esas pistolas son de los forajidos, se las han quitado. Me parece que el único realmente peligroso en ese sentido es este muchacho… fuertote-señaló al gordo-Ha pinchado al menos a dos hombres, además debe de haber empleado algún veneno. Llevará alguna navaja escondida, que saltó el detector de metales.
-¡No, qué va! Esos son cuchillos, mire-el gordó se arremangó la pernera izquierda-Los mismos que dan con la comida-sacó un cuchillo así, en efecto-Si quiere, vaya a ver el cadáver del individuo que ensarté por la espalda.
-¡No hace falta!
-Pero… ¡pero esto ha sido muy peligroso!-se quejó un anciano.
-Lleva usted razón. Deberíamos quejarnos tan pronto lleguemos a la estación-la castaña volvió su único ojo, triste y rasgado.
-¡Me refiero a vuestras acciones!
-¿Ah, sí? Mire, no es culpa nuestra. Nosotros no hemos querido atacar este tren, ni sabíamos de antemano que iba a ser atacado. Nosotros sólo hemos pensado el modo más adecuado de responder.
-¡Podríais haber muerto!
-Pensaba-dijo entonces la morena enigmática, su rostro era inexpresivo-que ciertas personas nos consideraban indignas mientras estábamos durmiendo. ¿Cómo es que ahora hay quien se preocupa por nuestras vidas?
-¡Eso es diferente! ¡Una cosa es no querer ver mendigos, y otra…!-se detuvo. Lo habían sacado de sus casillas.
-¿Mendigos? Mire, llevamos en este tren tres días, es natural que nos cansemos y echemos un sueño. Si le molesta que tengamos confianza como para dormir tan cerca los unos de los otros, ¡ignórenos!-le reprochó el bajito con cierta sorna.
-¡En fin…!-dijo la rubia-Al menos, la recompensa por la banda también está garantizada si todos sus miembros han muerto.
-¿Todos? Te lo digo porque no sé si ese tío estará muerto-el fuerte señaló al acuchillado.
-¡Sí lo está, ya lo he dicho!-dijo el gordo-He sentido que he atravesado su bazo.
-Entonces, ¿tienen que estar todos muertos o vivos?-preguntó la del pelo azul.
-¡No, no!-le respondió la castaña-Tan sólo se refiere al peor de los casos.
-¡Aaaah!
-¿¡Creéis que encima vais a recibir un premio!?-gritó la mujer de antes-¿Qué os creéis, que esto es una rifa y habéis ganado?
-A veces-respondió la morena de cara redonda-sólo la suerte cuenta. Sí, suena horrible, pero la vida es así: Algunos que “merecen vivir”-dijo esto con retintín-, mueren; y otros que “merecen morir”, viven. En realidad, nadie merece vivir o morir, tan sólo vivimos o morimos. No hay castigos divinos, o rescates del héroe en el último momento. Tan sólo podemos sobrepasar esta tómbola con nuestra voluntad, si es posible.
-¿Luego entonces, quieres decir que he tenido suerte porque tú tienes voluntad de vivir, y no dejarte matar hoy?
-¡Sí!-dijo alegremente.
-¿Quieres, por tanto, que te dé las gracias?
-No, ni mucho menos. Por supuesto que no. No te he salvado directamente, tan sólo a mí misma y a mis amigos. Y también quería conseguir la recompensa, ya puestos, como compensación por el mal rato.
La mujer no pudo aguantar más, y se levantó para tirarle de los pelos y abofetearla, pero la chica, sin dejar de sonreír, atrapó su mano al vuelo.
-No se lo recomiendo, señora-la maldita era bien fuerte. El caballero de sangre fría la calmó como pudo. Juan estaba muy impresionado, no pudo imaginar que conocería gente así en su vida.
-¡Son los Diez!-gritó Roberto, y de levantó sin que el sudoroso y tembloroso Juan pudiera hacer nada.
-¡No, ven aquí!
-¡Sois los Diez!
-¿Eh?-la rubia se volvió al oír al niño, y lo miró cuando se acercaba a ella. El niño saltaba y chillaba.
-¡Cinco y cinco de cada! ¡Sois los Diez! ¡Los descendientes de los héroes que expulsaron al imperio del mundo!
El grupo de jóvenes lo contempló con curiosidad.
-¡Aún existen héroes capaces de combatir ejércitos!-el niño voceó “¡Hurra!”, “¡Oeoé!” y “¡Qué guay!” unas cuentas veces.
-¡Qué niño tan dicharachero!-dijo el gordo. La rubia lo miró, y entonces sonrió. Al gordo le gustó poco eso, que su amiga sonriera era sospechoso. Se agachó, llamó al niño y fue a susurrarle algo al oído. El niño se enfadó.
-¡Mientes! ¡Tú eres de los Diez!
-¡No, no!-la rubia hablaba con tonto adecuado para hacer rabiar a los niños.
-¡Si dices mentiras, se te caerán los dientes, y serás tan fea que nunca tendrás novio!
-¿Ah, sí? ¡Bueno, no importa! Da igual lo fea que sea una mujer, porque si es ligera de cascos, no faltará hombre que la quiera encontrar-y tras decir esto puso una postura sensual.
-¿Aún más fea?-comentó el gordo con el fuerte, y se rió.
-¡Sí, también llevas razón!-dijo la rubia, de espaldas a él-Pero no importa, porque mi culito compensa mi rostro sin atractivo alguno-se lo meneó con descaro-Mira, mira, es un premio por serle tan fiel, que si vas siempre detrás de mí cuando nos movemos de un sitio a otro es porque te encanta-los demás se rieron mucho. El gordo sonrió de modo extraño, intentando ocultar que le había molestado un poco.
-¿Tu culo? ¡Oh, por favor! ¡No le deseo tu culo ni a mi peor enemigo!-volvieron a reír.
-¡Claro! ¡No se lo deseas a amigos ni a enemigos porque lo quieres para ti solo, bribón!-los otros se morían de la risa cuando veían cómo meneaba el trasero. Incluso el caballero de sangre fría reconoció que tenían salidas ingeniosas, aunque bastante descaradas.
-Es que tu enorme culo ocupa casi todo mi campo visual, siempre estás pavoneándote ante todo el mundo, y zanganeando por ahí y por aquí, que tengo que fijarme en lo que tienes más grande-la morena de la cara redonda estaba riéndose tendida en el asiento tan larga como era. El resto se encogía del dolor de barriga que les estaba entrando por las carcajadas. La mujer de antes, no obstante, estaba roja de ira.
-¡Encima es una descarada sinvergüenza! ¿Será posible?
-¡Mentirosa, te crecerá tanto el culo que no podrás moverte!-dijo de pronto el niño, y los diez empezaron a reírse tanto que a uno se le escapó un pedo, lo que hizo que rieran aún más. Juan iba a decir algo, pero entonces entró un revisor herido y el maquinista blanco, que quedaron espantados al ver los cadáveres por ahí tirados. Preguntaron qué pasaba, y el caballero les informó punto por punto de lo sucedido, pues los chavales aún estaban riéndose. Al rato, estos se calmaron, y tras secarse las lágrimas confirmaron la versión del caballero, que ellos eran los responsables y que querían cobrar la recompensa tan pronto fuera posible, si no le importaba. Ambos trabajadores contemplaron a la muchachada como si fueran animales exóticos, y preguntaron qué veneno usaron con el primer hombre muerto. El gordo contestó que era cierto condimento usado en algunos países, que en dosis altas tenía efecto letal, y que como tal lo había hecho figurar en la estación de salida. Decidieron dejar la escena tal y como estaba, y trasladar el pasaje a otros vagones, aunque los pasajeros de estos no les quitaron ojo de encima, especialmente a los muchachos que custodiaban las azafatas, el ayudante del maquinista y el revisor por turnos. Después de todo, volver a poner el tren en marcha costó menos de lo que pensaron.
En su nuevo vagón, Juan no fue observado durante mucho tiempo, porque la gente vio que eran dos niños asustados, tan asustados, que un matrimonio maduro les preguntó por su estado, pero Juan contestó que no estaban heridos, sólo muy impresionados. Narró brevemente lo sucedido, y los dos señores se asombraron de lo que les contó. El caballero reconoció que le gustaría ver qué muchachos habían conseguido semejante hazaña, y Juan le contestó que seguramente no pasarían desapercibidos en la estación. Roberto, por su parte seguía indignado, y Juan se acordó.
-¡Por cierto, Roberto! ¿Qué te ha dicho antes? ¡No importa qué te diga esa chica, hay que ser educado siempre!
-¡Que los Diez son los padres!-dijo él enfurruñado.
-¿Qué, los Diez?-preguntó la señora-¿Los de la leyenda?
-Verá, señora, antes del asalto le estaba leyendo esa historia, y resulta que los chicos de los que he hablado son exactamente diez…
-Pero, ¿cinco chicos, y…?
-¡Y cinco chicas! ¡Exactamente!-completó Juan.
-¡Qué curioso! ¡Una coincidencia muy llamativa!-exclamó el caballero.
-Sí, y él piensa que pueden ser descendientes, ya sabe, como en la parte que habla del fin del reino de los Diez y de cómo sólo unos chicos, a los que salvaron en el pasado antes de ser famosos, los reconocieron y…-explicó Juan.
-…Y decidieron que la vida del héroe que no buscaba el reconocimiento inmediato era lo mejor. ¡Realmente, parece increíble que hoy en día puedan encontrarse personas que parecen salir de las leyendas antiguas!
-Sí, lleva razón-concluyó Juan, quien por sus adentros pensó que no podía ser, aunque ahora reconocía que esos jóvenes bien podían ser los Diez. Quizás, si fuesen más educados…
-Pero son demasiado maleducados, la verdad, muy desagradables…-dijo él, y empezó a contar la broma del culo. Mientras, en otro vagón la gente no podía dejar de mirar a los protagonistas del día, que estaban hablando tranquilamente, o mirando por la ventana.
-Deberías haberle dicho la verdad. “Sí, señora, debe darme las gracias, porque gracias a mí hemos tenido suerte, porque doy buena suerte.”-la rubia hablaba a la morena de cara redonda.
-No es cierto, sólo yo tengo suerte, a costa de la desgracia ajena, como pasó con mis amigos-respondió esta.
-No es culpa tuya, tú no los mataste-dijo el gordo.
-Sí, es verdad-afirmó la rubia.
-Ya lo sé, pero pudo pasarle a cualquiera, y a mí no me tocó esa persona ni una vez.
-No te obsesiones-dijo la castaña, y la otra morena asintió.
-En fin, ahora en la estación tendremos que demostrar toda la historia. Es una suerte que ese caballero tan amable se ofreciera a explicar la historia-dijo el fuerte.
-Deberíamos haberle dado las gracias-dijo el bajito.
-Yo se las he dado por todos-dijo el gordo.
-Siempre vas a tu aire-le dijo la rubia. El gordo no le hizo el menor caso.
-¡Pero tengo una duda!-dijo la del pelo azul. Una azafata estaba ahora vigilándolos, y lo cierto es que parecían muy normales, totalmente incapaces de liquidar una banda de forajidos. No sentían ningún temor. Entonces un hombre se dirigió a ella.
-¡Señorita!
-Perdone, señor, no puedo atenderlo ahora mismo, porque…-intentó explicarse, pero la cortó en seco.
-¿Quiere contarme qué ha sucedido?
-Verá, ha habido una reyerta en el último vagón con unos bandidos, pero no ha de preocuparse, porque han sido reducidos y…
-¿Son ellos?
-¿Cómo dice?
-¡Pregunto si estos son los bandidos!-señaló a los diez chicos.
-¡No, No! Ellos, en verdad…
-¡No me engañe! ¡Los están vigilando intensamente! ¡Si esos niñatos tienen algo que ver, le juro que…!
-¿Que qué?-el fuerte estaba entre ambos. Ni lo habían olido.
-¿Cuándo has llegado?
-Hace seis segundos, más o menos. ¿Qué dice usted que hará?
-¡Protestaré firmemente!
-Protestará… ¿Por qué?
-¡Porque ahora mismo los cómplices de unos bandidos me está molestando!
-¿Bandido? Usted es imbécil. Si yo fuera un bandido, estaría atado de pies a cabeza, herido o muerto. Y lo mismo si fuera cómplice. Nosotros somos los que los han reducido.
-¡No puede ser!
-¿Qué pasa?-preguntó la del pelo azul-¿No quieres ver eso? ¿Qué haces hablando ahí?
-Este se piensa que nosotros somos los bandidos, en lugar de sus captores-todo el mundo se volvió.
-¡Será gilipollas!-gritó la rubia. El resto de los diez chicos lo miró de mala manera. El hombre se sintió algo cohibido.
-¿Sabes qué te digo? ¡Que toma!-dijo la del pelo azul. Se levantó, se subió al respaldo del asiento y empezó a menear el culo, como hiciera la rubia antes, porque le decía al gordo que el culo de la rubia no era nada comparado con el suyo. El pasaje se quedó de piedra. La azafata fue por ella.
-¡Basta, por favor! ¡Sé perfectamente que no sois bandidos, hace horas os llevé la comida! Lo recuerdo porque un chico sacó un condimento del bolsillo y porque me faltan unos cuchillos. No seas una descocada.
-Bueno, vale, pero porque nos tratas con respeto-y se sentó. El fuerte volvió, se quedaron callados.
-Oye-le dijo el gordo a la rubia-, podrías haberle dejado al chaval la ilusión-la rubia sonrió.
-¡Bah! Es mejor que cuanto antes aprenda que en la vida es mejor confiar en la gente normal y buena, no en supuestos héroes maravillosos, que ni sienten ni padecen.
-Ya, pero…-el gordo se inclinó hacia ella y le habló en el oído-le has mentido. Te quedarás fea-añadió con sorna. La rubia se rió.
-Bueno, nunca me habría ganado el sustento con mi cara bonita.
-Pues creo que eres muy guapa.
-Tú también mientes, pues.
-Es que tu expresión cuando estás contrariada me parece muy interesante.
-¿Interesante?
-Ya me entiendes.
-No, no te entiendo-dijo burlonamente.
-Me la comería a besos.
-¡Te veo muy capaz!-se rió del chiste tan malo.
-Este… si vais a montároslo, por favor, que sea en el cuarto de baño-el negro se rió. Los demás sonrieron maliciosamente.
-Sí, no creo que os digan nada por un polvete, si es rapidito-sugirió el bajito. La azafata tuvo que reprimir la risa.
-Pero claro, los que no somos tan afortunados no tenemos que ver vuestro éxtasis, ¡anda, anda!-el fuerte mostró unos dientes blancos.
-¡Pero si os encanta espiar, que lo sé yo! Seguro que filmaríais películas pornográficas si tuvieseis narices-les contestó la rubia.
-Las tendríamos si no fuerais tan cobardes para dar el primer paso-la morena de la cara redonda les sacó la lengua.
-Quizás deberíamos ponernos de acuerdo un día, y participar todos a la vez, para así aprender todos juntos-el gordo se rió, pero los demás callaron.
-Ya es pasarse un poco, ¿no?-le dijo la rubia.
-¡Sois unos sosos!-les recriminó el gordo, pero se hicieron los suecos-De todos modos, ¿qué problema había? El niño tenía buena intuición.
-Pero prefiero que piense que somos unos bordes, que no hay duda, a que somos héroes, que está por demostrar-concluyó la rubia. El gordo volvió a su sitio. Todos callaron, y miraron cómo se movía el paisaje. Pero ellos eran los que se movían.
Sólo quedaba saber a dónde iban.

--------------------

¡Ya está! Antes de que alguien lo pregunte, no se me han ocurrido nombres para ellos. Sucede que, como he dicho en la cabecera, varios de los Diez están basados en arquetipos de héroes de tebeos, libros, videojuegos, películas o series, e incluso en algún caso son mis reinterpretaciones de algunos personajes que me parecieron desaprovechados por algún motivo. Por ello, pienso en ellos como "la parodia de X". Quizás algún friqui muy friqui del producto original pueda reconocer a algunos de ellos, pero la mayoría de los lectores ocasionales carece de pistas suficientes.
Como autor, me parece que, aunque es sólo una presentación, esto es, una puesta de escena, he desarrollado demasiado a dos de ellos (el gordo y la rubia), y el resto ha quedado algo descolgado. Y es que nueve páginas daban para poco, aunque Nicolás pensará que ya es demasiado largo.
Bueno, eso es todo. A ver si dentro de poco puedo obsequiaros con otra parida, o relato extravagante, o con nombres para los Diez. ¡Hasta entonces!

domingo, abril 29

¡Aniversario! II

Aquí continúo con el aniversario, y ahora presento una historia que sí ha sido pensada para la ocasión. Es mucho más corta que la de ayer, ocupando dos hojas en el Microsoft Word, y es mínima comparada con la de mañana, que ocupa nueve. Sobre qué es, ni es una hilaridad, ni ninguna otra de las historias que tengo pensadas. Es una especie de cuento que escribí de un día para otro, hecha con cierto tono irónico desde el principio, que se mantiene hacia el final. Desde luego, no es un cuento clásico, tal y cual los entiendo, sin despreciar a los cuentistas, que en mi opinión particular están muy devaluados. En fin, allá va, disfrutadlo.

--------------------

Érase una vez, en un país muy, muy, muy lejano, un dragón cuya dieta consistía principalmente de seres humanos. El dragón era muy divertido, y tenía el descaro de organizar concursos en los cuales sus víctimas hacían de concursantes. Las pruebas eran diversos retos cuya resolución implicaba cultura e imaginación a partes iguales, por lo cual no era raro que la mayor parte de la gente cayera en las tretas del dragón, que además se complacía en contar chistes muy malos que no tenían nada de gracia.
El pueblo, desesperado ante tal falta de respeto al noble arte de la comedia, y también por la antropofagia del monstruo, pidió ayuda al rey. El rey, como primera medida, advirtió al dragón de que, de no cesar su actividad incívica y alarmante, como la llamó el monarca, se vería obligado a condenarlo públicamente con todo el rigor del estado soberano y libre. El dragón, que no carecía de inteligencia ni de conocimientos, y menos aún de dialéctica, a pesar de su mal sentido del humor, publicó un manifiesto que resumía magníficamente que tales reprimendas por parte de mandatarios públicos, sin importar cuán importantes fueran, no tenían efecto sobre aquellos que, como el dragón, no le daban la más mínima importancia al estado del derecho.
El rey desesperó ante semejante respuesta, ya que no sabía qué hacer. No quería mandar a sus oficiales porque temía que la oposición aprovecharía la coyuntura para llamarlo opresor del pueblo e intentar derrocarlo. Pero entonces recordó que en los límites de su reino, cerca de la frontera del oeste, vivía un espadachín en cuya juventud logró grandes hazañas que ayudaron a su patria en un tiempo difícil de guerras. Así que el rey en persona, seguido por la nación al completo, fue a su casa, una sencilla cabaña, pues el espadachín, como gran parte de los militares, era persona poco amiga de los lujos.
El espadachín, que vivía sólo con su mujer, pues sus hijos estaban estudiando en la universidad, se asombró cuando vio un gran número de personas a través de la ventana. ¡Toda la nación estaba ante la puerta de su casa! El valiente y gallardo espadachín los miró con todo el desprecio que albergaba su corazón, que no era precisamente poco. Aunque no pasaba necesidades, había trabajado muy duro junto a su mujer para poder permitirse un hogar, la manutención de unos hijos, unas hectáreas que proporcionaban a duras penas el alimento del día a día y un alambique en el que experimentaba con el tostado de la malta. Y es que nuestro espadachín, aunque nunca fue reacio al trabajo, jamás recibió una recompensa por sus proezas, que eran dignas del cantar de gesta más excelso. El antiguo rey, el padre del que ahora estaba rogando a su mujer que él saliera, consiguió negarle su justo premio, pues aprovechó el rechazo de la sociedad a los terribles hechos sucedidos durante las guerras para justificar su estafa. Aún recordaba cómo el interventor le enseñó su dinero, lo metió en un saco, se lo guardó bajo siete llaves y lo despidió, sin callar que diera las gracias de que no hiciese de chivo expiatorio.
No obstante, decidió aparecer para conocer el motivo de tal peregrinación, ya que era la hora de comer e intuía que si no atendía al asunto cuanto antes, no tendría el almuerzo hasta muy tarde. Siempre le pasaba lo mismo, pues su mujer era simpática y agradable, y algunos vecinos tenían el mal hábito de visitarla a esa hora por cualquier motivo, ya que la buena mujer era incapaz de decir que no. Así que se levantó, y cuando salió por la puerta todos callaron, mudos. El rey, impresionado por el buen plante del espadachín, a pesar de los años pasados desde su gloriosa juventud, le contó en pocas palabras qué ocurría. El espadachín se acarició la barbilla, pensativo, y decidió aceptar la empresa, pues consideraba que la antropofagia estaba mal en cualquier caso, y poco tenía que ver que esa gente le resultase no merecedora de socorro. Sin embargo, dijo que no partiría hasta haber almorzado, y todos aplaudieron al espadachín por su arrojo y coraje. Entonces muchos pilluelos intentaron irrumpir en la casa del espadachín en un intento de ser invitados también, pero el espadachín, con una gran sonrisa, asió un palo, y sin dejar de sonreír empezó a golpearlos y a decirles que tuvieran algo más de vergüenza, que su mujer no era su criada. A la mujer no le gustó que su marido actuara violentamente, pero se alegró de no tener que cocinar más.
Comió el espadachín sin apartar muy lejos el palo, comió también su mujer, y la muchedumbre los miraba con ojos suplicantes, pero nada, que no era posible, no había bastante para todos ellos. Entonces sacó su viejo equipo de combate, que mantenía lustroso, buscó las provisiones, ensilló al viejo caballo y partió en busca del dragón. Algunos habitantes del reino empezaron a seguirlo, y cuando el espadachín se dio cuenta, dio la vuelta y empezó a perseguirlos con el palo hasta que todos huyeron.
El rey le había dicho al espadachín que el dragón residía en un castillo construido en una antigua marisma, cuyo anterior dueño edificó tras sobornar a algunos administradores de la región. El dragón devoró a su dueño por haberlo desahuciado, y por el daño ecológico causado. Allí acudió, y vio un cartel en el comienzo del camino a la antigua marisma. Lo leyó, y comprendió que el dragón necesitaba continuamente nuevos figurantes en el concurso que organizaba cuando se alimentaba, pues también comía a sus ayudantes. Entonces ideó un plan para entrar en el castillo sin levantar sospechas: Entraría como uno de los solicitantes, así que tras dejar el caballo en un alquiler de cuadras, fue a la cola y esperó como todos.
En la cola había una larga fila de artistas con mayor o menor talento. Estos practicaban sin descanso, lo cual era lógico, ya que si sus habilidades no eran lo suficientemente buenas, morirían sin poder mostrárselas al mundo entero. Estaba claro para el espadachín que la vida de artista era tan pobre en su país que preferían arriesgarlo todo por la fama.
Dos días después, el espadachín pudo entrar en la recepción del castillo. Una vez dentro, se quedó mudo de estupor cuando comprobó que el dragón sólo escogía a los peores artistas, para evitar que le hicieran sombra a él, que tenía tanta gracia como un hormiguero en una merienda de campo. La indignación del espadachín se incrementó.
Cuando llegó su turno, el espadachín realizó unas demostraciones basadas en su entrenamiento como viejo soldado. Obviamente eran muy buenas, incluso el dragón lo reconoció.
-Eres un hombre recio y bien entrenado-dijo el dragón-, pero aquí no hay sitio para la maestría-y se abalanzó para devorarlo, pero es espadachín sacó entonces su espada.
El ataque fue violento, pero el dragón era hábil y se retiró a tiempo para evitar su muerte. Miró impresionado al espadachín, y supo que él era su trabajo. Interesado por alguien tan valiente, le preguntó quién era él, y cómo podía ser no lo temiera, como todo el mundo.
El espadachín no esperaba esto, y alegre porque alguien, aparte de su familia, le preguntara cómo se sentía, le contó toda su vida de heroicidades al dragón, con la traición de su gobierno. Le empezó a contar los primeros pasos de sus hijos, cuando el dragón le rogó que detuviese su narración, que se había hecho idea de cómo era su contendiente.
-¿Y por qué, si fuiste abandonado, has aceptado una misión?
-Porque no me gusta que devores a la gente, y porque tengo la esperanza de que me sea dado lo que legítimamente me corresponde-dijo el espadachín.
-Pues creo que no se habrían cumplido tus expectativas-dijo el dragón-, porque creo que ese hombre del saco era el dueño de este castillo.
El espadachín le preguntó que cómo podía estar tan seguro, y el dragón respondió que cuando entró en el castillo, ese hombre estaba burlándose de él con sus amigos, unos jóvenes de clase alta que no sabían qué era el trabajo. De hecho, lo guió a una cámara contigua, y el espadachín vio, como si de un espejismo se tratara, el mismo saco en el cual el administrador corrupto guardó su fortuna. Cuando pasó el espejismo, el espadachín se contentó aún más, pues el mismo saco seguía ahí igual de lleno, aunque más viejo. Entonces el dragón le propuso al espadachín un trato: Como jamás podría vencerlo, ya que el consumo de humanos había hecho al dragón fofo y lento, él se iría voluntariamente a la isla situada al norte, donde no hay seres humanos, y se alimentaría de tapires. Él, a cambio de permitirle huir con vida, podía llevarse cuanto dinero negro desease, sin importar la cantidad o la indiscreción. Al espadachín le pareció un acuerdo excelente, así que pactaron enseguida. El dragón se marchó, y el espadachín se quedó con aquel saco, pues le parecía peligroso llevárselo todo, además de imposible para su vieja montura.
Cuando llegó a su casa, su mujer lo recibió, y dentro de su casa el espadachín le mostró el saco y le contó qué pasó, y rieron durante la noche. La gente, al oír el rumor de que el dragón había muerto, exigió que el espadachín fuera gratamente recompensado. El rey le concedió entonces un premio muy superior al esperado, y el espadachín vivió desde entonces cómodamente.
Y el dragón, por su parte, recuperó la forma física y se contentó de hallarse entero. Y así fueron todos felices.

--------------------

Ni yo mismo me acabo de creer el giro final que le he dado a la historia. Mañana, la última historia. Tampoco es una hilaridad, sino un relato con un grupo de héroes-antihéroes que algunos, como Koopa, conocen por encima. ¡Nos vemos!

sábado, abril 28

¡Aniversario!

¡Hola! Como veis, hoy es el segundo aniversario del blog. Tuve que saltarme la celebración del primero por motivos ajenos a mi voluntad (es decir, estudios), y dejarlo correr. Este segundo, sin embargo, es buena oportunidad. Aunque tengo trabajo hasta arriba, he sacado tiempo para completar esta historia que os presento hoy, y escribir dos más cuyas extensiones son tales que tendrán que esperar a mañana y pasado mañana.
Y es que esta bitácora nació con la sana intención de dar a conocer mis relatos (mayormente unas verdaderas afrentas al sentido común, claro), pero la pereza es muy mala. No obstante, aquí hay una muestra. Mañana, y pasado, más.

--------------------

Tercera hilaridad:

El extraño caso del tubo de escape, o por qué debería haber carnet de hombre

Piñero y Carlos paseaban una tarde tras atender un asunto. Como no tenían nada mejor que hacer, decidieron hablar de temas intrascendentes, como los posibles cambios de enseñanza o qué compañero de su clase empleaba la mejor técnica para copiar en los exámenes. De pronto, Piñero se fijó en algo.
-¿Y ese tío?-preguntó entonces mientras se volvió hacia unos coches aparcados. Entre estos, había un hombre agachado. Carlos miró y no supo qué hacía.
-¡Qué raro! Está tras el maletero, cerca del tubo de escape... No creo que vaya a robar el coche desde ahí.
-Ni yo, pensaba que quería pincharle las ruedas, pero lleva mucho tiempo y no es la mejor posición, desde luego...
-¡Oye!-Carlos dio un respingo-¿No será que va a poner un...?
-¡No, no creo!-Piñero se asustó con la insinuación de su amigo. Pero parecía lógico. ¿Qué, si no, iba a hacer alguien cerca de esa parte concreta de un coche? Había que hacer algo.
-Lo abordaremos-sugirió Piñero.
-¿Estás seguro? ¿Y si tuviera un arma?
-Yo no llevo móvil, y conociéndote, tú tampoco. Y no veo un policía ni una cabina de teléfono, maldita la gracia. Si tú te acercas por el lado de la calzada, y yo por la acera, se rendirá, créeme.
-¡Eso, no te fastidia! Tú por la acera, si pasa algo, tú sales corriendo con mayor seguridad y...-empezó a quejarse Carlos.
-¡Vale, es verdad! Al revés-rectificó Piñero, y estuvieron de acuerdo. Nuestro dúo se acercó al sospechoso. Carlos se acercó silenciosamente, y esperó que Piñero llegara a la altura del coche, donde el hombre seguía agachado. Se hicieron una señal.
-Oiga, ¿puedo ayudarlo?-inquirió Carlos al sujeto. El hombre dio un respingo. No se levantó, y Carlos vio que parecía que se sujetaba los pantalones. Entonces maldijo las circunstancias, pues quién sabía si era un indigente que estaba defecando.
-¡No, no!-respondió el hombre mientras Carlos tenía estas cavilaciones-No hace falta, no...-parecía apurado-¡Ya me voy, ya!
-¡Aún no!-dijo de pronto Piñero, que había escuchado la conversación y dedujo algo similar-Creo que necesita auxilio. Si no fuera así, no estaría haciendo sus necesidades en plena calle.
-¡No, no!-contestó el hombre-No estoy haciendo nada de eso, en serio...
-¿Entonces?
-Es que... uh... no puedo levantarme.
-¿Se siente usted mal?-le preguntó Carlos.
-No, veréis... Es que...
-¿Es que...?-repitieron Piñero y Carlos simultáneamente.
-...mi pene está obstruido en el tubo de escape-terminó el hombre. Piñero y Carlos se quedaron estupefactos.
-¡¿Perdón?!-Esto es lo único que Carlos puede decir normalmente cuando encuentra un suceso tan chocante y aberrante como este.
-¡Claro, todo encaja! Los pantalones bajados, que esté tan cerca del coche, que no sea capaz de ponerse en pie... Sólo una duda: ¡¿Cómo cojones ha pasado esto?!-gritó Piñero.
-Verás... Tengo la fea costumbre de introducir mi miembro por tubos de escape desde jovencito.
-¡¿Perdón?!-el lector ya imaginará quién habla.
-¡Eso... eso es enfermo! ¡Grotesco, vulgar, digno de figurar en un libro de desviaciones sexuales! ¿Pero por qué hace esto, hombre?-chilló Piñero.
-Empecé a hacerlo un día que estaba de cachondeo y algo borracho, me vi solo en un descampado donde había un coche abandonado y completamente destrozado. Vi que el tubo de escape estaba en buenas condiciones, y sentí curiosidad...
-¡¿Perdón?!
-Repugnante, sinceramente. Mire, deje de explicárnoslo, le echaremos una mano...-concluyó Piñero.
-¡¿Perdón?!
-¡Carlos, ya vale!-Este pareció reaccionar.
-¡Uh, perdona!-volvió en sí, y miró al tipo-Pues supongo que usted habrá intentado todo lo que puede hacer con lo que tiene entre manos... ¡Huy, perdón!
-¡Carlos!
-Déjalo, no pasa nada-dijo el atrapado.
-Bueno, a ver-razonó Carlos-Está claro que no lograremos nada mirando o tirando, para eso ya se vale usted solo. En estos casos, lo mejor que se me ocurre es cortar un trozo del tubo más largo que la zona de... “atasco”. Una vez se haya hecho esto, fragmentamos el tubo por la abertura y empezamos a abrirlo, algo así como la cáscara de una avellana o la piel de un plátano.
-No me parece mala idea, no... El problema está, primero, en encontrar instrumental apropiado y, segundo, que el dueño del coche no se cague en la madre que nos parió-comentó Piñero.
-Bueno, lo conveniente es llamar a la policía para localizar al propietario... Veamos la matrícula... ¡Joder! ¡Puta suerte!-maldijo Carlos.
-¿Qué pasa? ¡No me digas ahora que no tiene matrícula!
-No, si de hecho la conozco, es que...-intentó explicar Carlos.
-¡Mejor aún!-le interrumpió Piñero-¡Pues ve a avisar al dueño enseguida! Ahora, lo mejor sería que llamáramos a un amigo mío, experto en trabajos manuales. Seguro que él dispondrá de un serrucho para maniobrar... ¿No llevará móvil?-preguntó al agachado.
-Pues mira, no, cuando hago esto prefiero no...
-Bueno, vale, entiendo. Carlos, ocúpate de ello cuando avises al dueño... ¿Cómo es que estás aquí todavía? ¿No conocías al propietario?
-Sí, pero es que tú también y...
-¡Pues no sé qué esperas!
Carlos se sintió confuso, y prefirió no decir nada y llamar a esa persona, pero sólo al darse la vuelta se dio cuenta de que no hacía falta. Suspiró, lamentando las circunstancias.
-¿Vas o no?-le preguntó Piñero cuando vio que se dio la vuelta.
-No, viene.
-¿Viene?
-Sí, mira-señaló a un grupo de personas que se acercaba. Eran Clarisa, Shasha, Celsio, Luisma y Alexis, un amigo del último que también estaba en la clase del resto. Cuando los vio, Piñero se quedó boquiabierto. Ahora recordó dónde había visto ese modelo de coche antes.
-¡Pues claro! ¿Por qué no lo habías dicho?
-Porque no me has dejado, colega.
-Pues estamos buenos. Aquí se arma.
-O nos partimos el culo de la risa. Está claro que no nos quedaremos indiferentes.
El grupo llegó y los reconoció.
-¡Hola! ¿Qué, de paseo?-saludó Clarisa.
-¿Ya habéis acabado con el problema de las tapas de retrete sexistas?-quiso saber Shasha.
-Ya decía yo que el asunto en sí era una tontería enorme-comentó Celsio.
-¡Ey, illos!-saludó Luisma.
-Habéis tardado poco, ¿eh?-les dijo Alexis.
Carlos y Piñero no supieron qué decir. Piñero empezó.
-Pues... sí, sí. Hemos llegado a la conclusión de que no, que la tapa del retrete no es sexista porque esté fijada a la taza sólo en el servicio de chicas, porque los únicos que la levantarían para el uso ordinario (nunca mejor dicho) serían varones. De todos modos, se van a soltar, sobre todo porque alguien puede enfermar y vomitar, así que...
-Vamos, que serán iguales y punto-finalizó Carlos.
-Ajam... Por cierto, ¿qué hacéis aquí, al lado del coche? ¿Y quién es este señor?-preguntó Clarisa con curiosidad.
-¡Ah, este señor...! No se siente bien, no. Estamos atendiéndolo, y le vendría bien que nadie se acercara. Ya hemos llamado al servicio de urgencias del hospital central y...-respondió Piñero.
-Cariño, que he estudiado el arte del interrogatorio y sé de sobras cuando alguien miente. Y lo haces fatal-le interrumpió Clarisa-Di la verdad.
-Este caballero ha introduciendo su pene en el tubo de escape de este automóvil y ahora no puede extraerlo-explicó Carlos. Nadie dijo nada durante cinco segundos.
-¡Y lo más curioso es que lo ha dicho mientras me miraba a los ojos, y no ha mostrado los signos que denotan mentira!-exclamó Clarisa, y se acercó al tipo-A ver... ¡Hala, es verdad! ¡Oiga, no entiendo cómo se le ha ocurrido!-regañó al sujeto, que se sintió cohibido.
-A ver... ¿Este tío ha decidido, por llamarlo de algún modo, agredir sexualmente una máquina?-preguntó Celsio mientras se aproximaba para mirar. Luego volvió, agitó la cabeza inconforme, y exclamó-¡Inaudito! Tengo ganas de ir a la facultad de psicología para consultarles este hecho.
-¡Pero qué asco! Con lo sencillo que es llamar a ciertos números de teléfono que aparecen en ciertas secciones de diarios. Si es que hay ganas de ser complicados...-le reprochó Shasha. El atrapado estaba todavía más avergonzado.
-¡Ostras, qué raro! ¿Se os ha ocurrido algo?-inquirió Alexis. Luisma se desternillaba de risa, hasta el punto de retorcerse por el suelo.
-Lo más normal, creemos, es cortar el tubo y rajarlo. Para ello, Piñero iba a llamar a alguien y yo a buscar al dueño...-dijo Carlos.
-¡Lo que me recuerda...! Lleváis móvil, ¿no? Avisad al amigo Alberto, el experto en bricolaje-comentó Piñero.
-¡Vale!-Clarisa empezó a marcar el número.
-¿Decías que ibas a buscar al dueño?-le preguntó Shasha a Carlos.
-¡Pues sí, pero como habéis llegado...! ¡Luisma!-el interpelado dejó de reírse.
-¿Sí, Carlos?
-Ven conmigo.
-¿Para qué?
-Para hablar tranquilamente.
-Estoy tranquilo.
-Bien, pues allá voy: Es tu coche, Luisma.
-¿Cómo dices, illo? ¿Mi coche...? ¡Pero si es verdad, es mi coche! ¡Mi coche está siendo violado!
-¡Pero qué putada! ¡Y vais a quitarle el tubo de escape!-protestó Alexis.
-Hombre, me parece inevitable. Si hay una obstrucción, habrá que romper. ¿No querrás que tiremos hasta que quede mutilado?-repuso Celsio.
-Ahora entiendo que hayáis venido directamente, es porque su coche estaba aquí-comentó Piñero.
-Pues sí, queríamos dar una vuelta para probarlo... ¡Lástima!-lamentó Shasha, con cara de resignación.
-¡Oíd, ya lo he avisado!-Clarisa guardó su móvil-Tardará poco, quizás quince minutos.
Todos se alegraron al saberlo, pero Luisma hablaba incoherentemente.
-¡Mi coche, illo! ¡Mi coche! ¡Van a quitarle el tubo de escape!-Alexis lo atendía como podía, Piñero y Carlos lo miraban con pesar, Shasha y Celsio conversaban sobre algo y Clarisa miraba al atrapado severamente, y este se sentía avergonzado.
Siguieron esperando, y al rato llegó Alberto. Era un tipo realmente alto, de más de un metro noventa, delgado, rubio y con manos grandes y con dedos largos. Era bastante ducho en el uso de herramientas, y traía consigo una caja llena del material necesario para resolver el accidente que los ocupaba. Piñero recordaba de sobras el intento de robo de la bicicleta de Alberto, que resultó infructuoso por la incapacidad de los ladrones de romper la cadena de seguridad, aunque Alberto tuvo que romperla después con una segueta.
Se acercó y saludó a todos. Piñero, y Carlos, que lo conocía desde la infancia, lo pusieron al corriente de los hechos y examinó la zona obturada. Parecía saber qué había que hacer, en cierta ocasión ayudó a sacar el dedo de un chico de un tubo de medio centimetro de grosor con la misma técnica que iba a emplear ahora. Apenas hizo comentarios sobre el curioso acontecimiento.
-¡Joder, qué flipada está la gente!-fue lo único que dijo. Dejó sobre el capó la caja, sacó una segueta y la dejó ahí. Piñero reconoció la herramienta y permaneció expectante. Entonces sacó una llave inglesa.
-Bien, creo que lo mejor que podemos hacer es cortar una parte lo bastante larga como para evitar hacerle daño, lo más que se pueda, y posteriormente la rompemos, siempre con unas cizallas, para así arrancarla a tiras.
-Lo que yo decía-dijo Carlos.
-Pues venga, ¡al trabajo!-ordenó Piñero, y entonces Alberto empezó a serrar. Como el lugar no era ni mucho menos una zona deshabitada, sino que para colmo estaba junto a un barrio, mucha gente paseaba justo por delante de donde estaban trabajando para liberar al fetichista. Antes de llegar los últimos observadores, algunas personas miraron un poco interesados cuando tan sólo estaban Carlos y Piñero, pero ahora era inevitable que todo el mundo echara al menos una mirada, pues los seres humanos son gregarios y curiosos, y que ya hubiera espectadores facilitaba la labor. Algunos jóvenes indiscretos se aproximaron mucho, pero como Carlos estaba por medio sólo vieron a un tío agachado con una chica (o un chico) pelirroja, y a Luisma y Alberto poniendo el gato.
-¿Qué sucede, macho?-preguntó el cabecilla a Carlos.
-Nada, que este hombre se ha pillado… unos dedos-mintió.
-¿Que se ha pillado unos dedos?-respondió, intrigado.
-Sí, sí, mira: Está sentado porque está algo cansado, lleva cierto tiempo aquí el pobre hombre.
-¿Y con qué?
-Con el tubo de escape.
-¿Y por qué metió los dedos en el tubo de escape?-preguntó otro.
-Porque iba a arrancar el coche, se dio cuenta de que el tubo no sonaba y quiso examinarlo. Le pareció que estaba obturado, y quiso sacar lo que sea que esté dentro, y se pilló los dedos.
-Pero bueno, ¿por qué le han hecho eso?-preguntó el que estaba detrás del todo.
-¡No lo sé!
-Pensamos que han sido unos gamberros-dijo entonces Celsio.
-¡Pues esto lo han hecho los cabrones del barrio de las Cien Revueltas! ¡Son unos mamones que siempre están dando problemas!
-¡Seguro, seguro!-aseguró de falsete Clarisa.
Y como eran tan ruidosos, el público oyó la historia, y entonces hubo quejas de vecinos contra la delincuencia, el paro y la inmigración. Esto le sentó mal a Celsio, Clarisa y Shasha, que eran inmigrantes. Piñero estaba tan ocupado en lo suyo que ni siquiera prestaba atención: Sostenía al hombre para que no le fallaran las fuerzas. Incluso estiró su pierna derecha por el suelo y se la ofreció para que este pudiera sentarse un rato. Ya de paso, lo hacía para no avergonzar más a ese individuo, ya que consideraba suficiente el apuro que estaba pasando para que escarmentara.
Eso sí, por supuesto, Luisma estaba bastante disgustado. No se negó a buscar el gato para que cortar el tubo fuera fácil, pero se juró que ese tío le pagaba la reparación como que se llamaba Luis Manuel. Justo entonces levantó la rueda trasera a una altura suficiente para que Alberto pudiera tumbarse por debajo cómodamente, pues como se ha dicho era muy alto.
La operación no tardó demasiado, dentro de lo que cabía. Cortar el tubo fue sencillo con las cizallas, la operación posterior costó un poco, pues era necesario calcular bien el número de partes a tirar, y cómo enrollarlas para evitar que se rompieran a la mitad. Al final, sólo hizo falta romper una, pues a través de la grieta pudieron abrir el tubo. Lo único realmente inesperado fue la aparición del dueño del coche que estaba aparcado detrás del de Luisma.
-¡¿Se puede saber qué pasa aquí?!
-¡Ah…!-Carlos se quedó asombrado, no se dio cuenta de que se acercaba y le habló de improviso por la espalda-¡Pasa que… que este señor tiene los dedos…!
-¡¿Cuál señor?!
-¡Este!-Celsio señaló al grupo que había en el suelo.
-¿El que está sentado?
-Sí-respondieron ambos.
-¿Y qué le pasa?
-Que tiene los dedos pillados en el tubo de escape-contestó Carlos.
-¿Los dedos?
-Sí.
-¿Qué se ha pillado los dedos… en el tubo de escape?
-Sí.
-¡Anda ya!
-¡Es cierto, mire!-intervino Shasha-¿No ve que está ahí, con el tubo de escape al lado? Se lo están quitando, han tenido que agacharse, tumbarse y romper el tubo para ayudarlo a salir del aprisionamiento.
-¡Que no! ¿A ver, para qué iba a meter los dedos?
-Porque unos gamberros le han metido algo para taparle el tubo de escape, quiso sacarlo con los dedos, y…
-¡Aquí hay algo raro!-el hombre se acercó mucho, pero Carlos se puso por delante-¡Quiero verlo con mis propios ojos!
-¡Pero bueno! A ver, ¿a usted qué le importa? ¡Si no va a echar una mano, vaya a incordiar a otra parte!-le recriminó Clarisa, que ya estaba irritada con los modales del sujeto.
-¡Pues me importa!
-¿Ah, sí?
-¡Este es mi coche!-señaló el coche de atrás, donde Clarisa estaba apoyada.
-¡Oh!-ella dio un respingo y se incorporó-¡Bueno, hombre, tranquilo! No le hemos hecho nada a su coche, ni vamos a hacérselo porque no hace falta. Tan sólo estamos ayudando a este hombre, que por un accidente-Clarisa ya había decidido seguir con el bulo hasta el final, aunque fuera por cabezonería-ha quedado atrapado. ¡No vamos a dejarlo así, narices!
-¡Pero es que no me acaba de convencer! ¡Aquí hay algo raro! ¡Este señor, por llamarlo de algún modo, tiene bajados los pantalones!
Todos se quedaron mudos y sin saber a dónde mirar. Alexis hacía mucho que decidió hacer como si no supiera de qué iba ese asunto. Clarisa no pareció alterarse.
-Eso se debe a que, por los nervios y el apuro de la situación, ha tenido unas ganas incontrolables de orinar, y como con una sola mano no podía bajarse bien los pantalones, lo han atendido. ¿Qué pasa, que le parece mal?-le respondió, desafiante.
Los demás se quedaron atónitos con esta explicación. No se lo creía ni ella. Sin embargo, Clarisa era muy buena actriz, y bien capaz de convencer a cualquiera de la historia más inverosímil. El individuo que tanto gritaba, de hecho, no supo cómo continuar la conversación, pues aunque semejante respuesta le parecía una mamarrachada, la cara de la chica estaba tan relajada como si hubiera dicho que el cielo es azul. Por ello, intentó hacerse el sueco y miró a otro lado, pero en ese instante vio que Carlos estaba distraído.
-¡Pues yo soy como el apóstol, tengo que verlo por mí mismo!-gritó y se abalanzó hacia delante, apartó a Carlos y observó por encima la actividad del grupo entre los coches, a ras del suelo. Y volvió a quedarse mudo, pues vio que realmente ese hombre estaba atrapado en un tubo. Pero no por dónde le habían dicho, sino por “aquello que tenemos los hombres debajo”, en un estúpido eufemismo de pene. En ese momento habían abierto la grieta, y empezaron a abrir el tubo. El espectador de primera fila vio cómo un chaval pelirrojo (a pesar de su ambigüedad, pensó que una mujer no se prestaría a ello) lo sostenía por los hombros y le pasó la pierna por debajo para que se sentara, y cómo un chico alto y rubio, y otro bajito y moreno sacaban el tubo con esfuerzo.
-¡Ya está!-dijo Alberto, y todos suspiraron.
-¡Gracias, chico!-dijo el hombre.
-No hay de qué, ¡pero no vuelva a hacerlo!-respondió Piñero.
-Y a ti te pagaré la reparación.
-¡Más le vale!-contestó Luisma. El espectador no pudo soportarlo más.
-¡¿Alguien quiere decirme qué coño pasa aquí?!-todos se asustaron repentinamente. Piñero incluso giró sobre sí mismo, como quien espera un ataque, para golpearlo con sus piernas. Se detuvo a tiempo.
-¡No me asuste así, hombre!
-¡El asustado soy yo!
-Verá, le explicaré todo, y esta vez de verdad-dijo entonces Carlos-Este hombre tiene un fetiche sexual, consistente en introducir su miembro viril por los tubos de escape de los coches. Hasta hace media hora ha estado dando rienda suelta a sus instintos, pero tuvo mala suerte y quedó atrapado. Mi amigo-señaló a Piñero-y yo nos acercamos para ver qué le ocurría, y decidimos pedir ayuda. Entonces llegaron estos amigos nuestros-movió las manos hacia todos, excepto Piñero-para probar el coche, que es de este chico que llegó a la vez que ellos-Luisma saludó-, y justo entonces llamaron a este chaval-Alberto inclinó la cabeza-para que trajera herramientas y lo liberara. Eso es todo.
-¡In… increíble!-respondió el hombre.
-¡Eh, es verdad!-le dijo Clarisa.
-¡No, si por la cara tan roja del responsable de este lío, ya veo que debe ser verdad!-el dueño del coche se puso aún más rojo que el fetichista, pero de ira-¡Con razón decía yo que había algo raro!
-Es que es una historia bastante inverosímil-dijo Celsio-, y parecía más natural contar que se había pillado los dedos.
-¡No, si ya, ya! ¡Si no lo estuviera viendo, no lo creería jamás! Mire-se dirigió al fetichista-, procure no volver a repetir esto, ¡nunca!
-¡Así lo haré, lo prometo!-juró este.
Y todos se quedaron contentos. Cuando se levantaron, la gente aplaudió al “mártir”, quien intercambió sus datos con los de Luisma bajo la supervisión de Clarisa, para evitar engaños. Tras llamar a la grúa, el coche de Luisma fue llevado al taller, no sin la extrañeza de algunos, ya que vieron que el fetichista se marchó al poco y quien se encargaba de todo era el propio Luisma, y creían que el dueño del coche era el primero. No obstante, supusieron que eran padre e hijo y cada lechuza se fue a su olivo.
Unos días después, Carlos y Celsio iban juntos a la tienda de tebeos.
-¿Crees que habrá salido al fin un nuevo número de El Planetario?-preguntó Celsio.
-Lo dudo, me parece que aún no… ¡No puede ser! ¡No doy crédito!
-¿Qué pasa?
-¡Lo ha hecho otra vez!
-¿Quién?
-¡Él!-Carlos señaló a una obra.
-¿Él…? ¡Oh, no! ¡Porca miseria!
Y ahí estaba otra vez nuestro fetichista, con los pantalones bajados, dándole rienda suelta a sus instintos, con un… ¿¡tubo de hormigón!? como nueva víctima. Al menos, esta vez no quedaría atrapado. Asqueados, decidieron hacer la vista gorda y corrieron a la tienda de tebeos. Decidieron no contárselo a los demás.
Al fin y al cabo, ¿qué necesidad hay de sufrir?

--------------------

Las dos primeras hilaridades están en:
http://analitoendisolucion.blogspot.com/2005/07/he-vuelto.html
http://analitoendisolucion.blogspot.com/2005/09/el-segundo-relato.html