jueves, noviembre 29

Un universo de cosas invisibles.

Todo empezó con Leeuwenhoek, quizás. No mucho después de las obras de Newton, aparecidas en 1668. Exactamente, 1674. Con sus lentes, este buen señor, vendedor de telas, se dedicó un día a observar el agua y allá que encontró una inmensa, pero mínima, plétora de vida. Inmensa, por la enorme cantidad que había en lo que por aquel entonces se consideraba que no había nada. Mínima, por la escasa masa total que suma.

La célula supuso la primera frontera en el reconocimiento de que había todo un aspecto de la realidad desconocido hasta entonces. No sólo las enfermedades y ciertos procesos como la fermentación eran el resultado biológico de seres mínimos, sino que los seres macroscópicos éramos enormes conglomerados de esas mismas células, divididas en varios tipos. Este salto cualitativo en el conocimiento biológico difícilmente será superado, pues todos los descubrimientos posteriores han tenido que tenerlas en cuenta, sí o sí.


La astronomía, un siglo después, volvería a echar abajo cualquier esperanza de que el mundo esté pensado para que lo observemos con el descubrimiento de Urano. Un nuevo planeta, imposible de observar sin potentísimos telescopios, más si son comparados con el humilde objetivo de Galileo, posiblemente el mejor de su época. A todas luces resultaba obvio que aquel planeta, si tenía fines, no era para los terrícolas. Después vino Neptuno, ya intuido por las discrepancias de la órbita del anterior, y entretanto ya se descubrieron las galaxias y sucesivos clústeres de creciente magnitud de masa. Tales distancias que aturdían, simplemente1.

El edificio nomológico al que pertenece la astronomía, la física, también tuvo unos cambios bien conocidos: de creer que habían acabado y que sólo faltaba pulir los detalles, se pasó a teorías que desafiaban la imaginación. Las células y el universo sólo aturden por ser demasiado pequeñas y grandes, respectivamente, pero la mecánica cuántica aturde por ser anti-intuitiva. ¿Cómo que no se puede medir simultáneamente el momento lineal y la posición sin cometer un error? ¿Dice usted que la función de ondas no tiene sentido físico? ¡Ah, que su cuadrado se relaciona con la probabilidad de encontrar una partícula! ¿Y que si los signos de las funciones de ondas de dos diferentes partículas son opuestos, interaccionan destructivamente y ambas partículas no forman un enlace? De la mecánica relativista prefiero callar porque lo poco que vemos en química tiene que ver con el espín, pero aquí hay una serie de artículos que cuentan que el universo es un lugar tremendamente raro.

Pero volvamos a la biología, ahora en su faceta de historia natural. El desarrollo de la faceta descriptiva, paleontología, y la deductiva, biología evolutiva, ha acabado por matar sin piedad la última esperanza de que TODO era una suerte de tinglado pensado para nosotros. Todavía lo anterior; lo muy pequeño, lo muy grande y lo muy confuso podrían situarse, con una imaginación kepleriana, dentro de una especie de juego dispuesto por la Providencia. Pero a los dinosaurios no hay Kepler que les dé un sentido humano ni con toda la voluntad del mundo, a no ser que uno se confunda. Le ocurrió a Johann Jakob Scheuchzer, un médico y naturista suizo que encontró el fósil del Andrias scheuchzeri, una salamandra gigante que vivió alrededor del Mioceno. No obstante, su gran tamaño y que apareciera en unos sedimentos marinos hizo pensar a nuestro hombre que eran los restos de un niño antediluviano, es decir, uno de esos que se ahogaron cuando Noé y los suyos construyeron la celebérrima arca2.

Otra posibilidad es salirse por la tangente (una verdadera especialidad humana) y negar lo obvio, aferrándose a aquella creencia3 que el individuo considere imprescindible para su felicidad. No crean que las peores creencias son necesariamente religiosas, porque la filosofía también ha dado lugar a memorables momentos de rechazo. Uno de los que más me ha divertido este año es fruto del mismísimo Engels, y eso que ya fui advertido cuando me recomendaron el libro El azar y la necesidad, de Jacques Monod. Este libro es un ensayo acerca de los descubrimientos vitales de la biología molecular en los sesenta (nada novedoso para cualquier bachiller estudioso de ahora, pero tremendamente bien escrito) y una valiente reflexión acerca de la tortuosa relación que las tendencias filosóficas mantienen con la ciencia. Una de las críticas de Monod está en que Engels rechazó el segundo principio de la termodinámica porque a nivel cósmico predice que el universo agotará toda la energía disponible4.

Los últimos capítulos de este libro hablan de que no sólo el hombre se ha dado cuenta de que hay muchas cosas que le son invisibles, sino que el hombre se sabe invisible para el propio universo.
Si acepta este mensaje [la ausencia de un destino inmanente] en su entera significación, le es muy necesario al Hombre despertar de su sueño milenario para descubrir su soledad total, su radical foraneidad. Sabe ahora que, como un zíngaro, está al margen del universo en que debe vivir. Universo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, tanto como a sus sufrimientos o a sus crímenes.
Esto, en opinión de Monod, es lo que realmente asusta del desarrollo científico: la debilitación del principio antrópico. Personalmente, pienso que da en el clavo: no hay más que ver cómo todos los movimientos místicos suelen invocar la sabiduría de tiempos antiguos, porque el conocimiento científico puede asombrar, pero no fascinar al prójimo para seguidamente estafarlo.

El universo es demasiado grande y demasiado pequeño para comprenderlo in tutto. Este pequeño rincón del universo, llamado todavía la Tierra5, tiene la respuesta de cómo y cuándo surgió el hombre, pero no le dice qué debe hacer ni cuáles son sus aspiraciones. No obstante, el hombre, sigue intentando encontrar su sentido de la existencia fuera de sí mismo, por el riesgo que comporta aislarse del mundo. A su favor debe decirse que jamás pierde la esperanza, incluso después de cometer tremendos errores.

¿Cómo no tenerle simpatía?

1 Si no se habla del centro del universo, es por la imposibilidad de determinar algún núcleo en tal inmensidad.


2 Este malentendido sirvió de base para el libro de ciencia-ficción La guerra de salamandras, de Karel Čapek (creador del término “robot”), en el que el fósil Andrias Scheuchzeri aparece en una isla de la Polinesia y se revela como una salamandra inteligente. Lectura divertida y crítica, por contradictorio que parezca.

3 Hay que diferenciar entre idea y creencia. La primera está mejor definida y sirve para la discusión pública, mientras que al segunda es más íntima, incluso visceral.

4 Baste decir que Engels confiaba en que en nuestro universo existiera algo comparable, si no superior, a la Fuerza de La guerra de las galaxias. Confiaba en que, de algún modo, la energía se reorganizaría y el cerebro humano volvería a aparecer.

5 Más que el planeta Agua, yo lo llamaría como la Biosfera. Sería una sinécdoque, pero es totalmente apropiada.

miércoles, noviembre 28

Argumentos dignos.

En la anterior entrada, hablé de los curiosos pensamientos que Galileo Galilei y Johannes Kepler desarrollaron después de ese enorme descubrimiento que fueron los satélites de Galileo. Aparte del propio interés histórico, lo hice por una buena razón: mostrar que dichos pensamientos surgían más de razonamientos (por extraños que parezcan) que de “intuiciones”.

Hoy en día, es lugar común que la astrología es básicamente irreal. El primer argumento, y más poderoso, es que nuestras constelaciones (lo que incluye, obvio es, el zodíaco) son totalmente arbitrarias: la forma y el número con que nos han llegado se basan en lo que egipcios, babilonios y griegos vieron en el cielo en tiempos antiguos. No hay más que comprobar que los chinos tienen su propio sistema de “constelaciones“. Donde los griegos vieron al famoso y desgraciado Orión, ellos veían “Las tres estrellas” y “El pico de la tortuga”. Hay que destacar que esta es una de las constelaciones más coincidentes en ambos sistemas.

A algunos lectores puede parecerles que mi anterior aclaración es una perogrullada, pero es necesario decirlo porque algunos creen que las constelaciones pueden, por ejemplo, ser descubiertas como si fueran especies desconocidas.

No obstante, hay una diferencia respecto a los astrólogos de ahora y los de la época de Kepler: se basaban en hechos astronómicos. Una de sus mayores preocupaciones fue si el horóscopo seguía teniendo validez, pues el descubrimiento de Galileo revelaba más astros de los tradicionalmente conocidos. La defensa de Kepler se basó en lo que hoy en día llamaríamos un argumento cuantitativo: como los satélites de Júpiter, en apariencia, no se alejan demasiado del propio planeta, su efecto se deduce de esta particularidad.

Esto es, los astrólogos de entonces observaban realmente el cielo. Cuando decían que Júpiter estaba en conjugación con Piscis, no era marear la perdiz con términos aparentemente profundos y llenos de significado, sino que querían decir que la posición de Júpiter en el cielo pasaba realmente por Piscis. Que luego le buscaran al hecho una influencia terrenal (correcto, quiero expresar que ocurre en el planeta Tierra) sobre el comportamiento y el devenir del prójimo, pues ya es una tontería, pero la astronomía ya purgó todos esas supersticiones... que se independizaron y mantuvieron inalteradas.

 La astrología actual ignora la estructura del universo. El universo puede estar montado sobre cuatro elefantes, a su vez posados sobre una tortuga gigante, que sus tonterías las seguirán vendiendo. Se basan sólo en la fe. Kepler puede que siguiera esta creencia, pero las intentaba racionalizar lo mejor posible, incluso con argumentos matemáticos. Esto no las hace ciertas ni defendibles, pero son falsables y cuantificables, lo que siempre tiene su honra.

Hasta qué punto se habrá disociado la astrología de cualquier observación que, como citaba antes, todavía no se han enterado de que Ofiuco cruza la elíptica desde hace ya un buen tiempo. Todo el rifirrafe de la decimotercera constelación, a propósito, surgió por los comentarios de un astrofísico ante la pregunta de por qué no creía en la astrología. Este señor no pudo menos que comentar que los horóscopos se hacen en base a como era el cielo desde tiempo de los babilonios (¡Ya son años!), y que entre los cambios del eje de rotación de la Tierra, los propios movimientos de las estrellas (el sistema solar está incluido) y que la Tierra se aleja del Sol, los cielos han cambiado lo suficiente como para que las coordenadas estelares se hayan alterado desde aquellos tiempos. Nótese que todos estos movimientos son relativamente lentos para la inmensa magnitud de las distancias que consideramos, causa de que los cielos hayan sido percibidos durante siglos como inmutables. Eppur si muovono…

La respuesta del mundo de la astrología y parte del paranormal (¡Cómo no!) se basó en el sentimiento y el ad hominem. Un tipo aseguraba que él se seguía “sintiendo un Leo”. A eso, con todos mis estudios y mi conocimiento no puedo sino quedarme callado, porque a ver qué cojones es ser “un Piscis” más allá del hecho astronómico. Esto es como lo que leí acerca de los chamanes y otros fenómenos culturales como los berserkir, que después de tomar ciertos brebajes estaban convencidos de que se transformaban en animales y adquirían un estado de invulnerabilidad. Yo puedo decirles que no hay constancia, pero hacen de la experiencia personal un hecho incontrastable y van por el mundo con esa actitud.

El ataque personal fue representado por aquel astrólogo que orgullosamente aseguró que ellos hacen felices a la gente, mientras la ciencia nos da Prozac. Claro que sí, hombre. Fíjate que, mediante esta tecnología, he podido llegar a oír tus ladridos. En otras circunstancias, tu estupidez me habría pasado desapercibida y al menos no habría tenido el disgusto de saber de tu pobre existencia.

Aún así, la parte sobre la numerología cósmica y el supuesto lugar privilegiado del hombre es poco digna de comentar. La defensa de Kepler es, como mínimo, débil al considerar una simple casualidad como un hecho trascendental sin otras pruebas. Sin olvidar que todo el razonamiento partió de la suposición de que existían jovianos… Siendo justos, esto se debía a que Kepler era un maniático que buscaba un cierto idealismo aritmético y geométrico en el universo y siempre podemos pasar por alto esta debilidad.

Además, como decía Darwin, citado en el blog de Lansky, tan malo puede ser no querer arriesgar en comprobar un hecho por temor a hacer el ridículo, como creer lo primero que pase. Dije que Galileo era reacio a admitir la participación de la Luna en las mareas porque eso de la “fuerza a distancia” le parecía una tremenda fantasía. Miren que, alternativamente, podría haber concluido que, si la Luna no causaba las mareas, sus fases podían ser otra consecuencia de la causa que él hubiera considerado más acertada, pero no quiso verlo así. Seguía convencido de que las mareas eran a causa del propio movimiento de la Tierra. Aún así, hay que admitir que también era una explicación que podía llegar a razonarse y comprobar su veracidad.

Hubo que esperar a que Newton elaborara su teoría universal de la gravitación para que todos estos hechos fueran explicados finalmente. Esta explica tanto los propios movimientos de los planetas como el efecto de las mareas. También esta teoría hirió de muerte las pretensiones de la astrología: todo el influjo de los astros era una de dos, el efecto de su gravedad en nosotros o en nuestro planeta, o su emisión electromagnética. En el primer caso, la Luna se queda con las mareas con cierta participación muy secundaria del Sol, mientras que el Sol atrae a la Tierra, y la Tierra a nosotros. En el segundo, el Sol es el máximo protagonista, con la Luna participando de un modo secundario con la energía que refleja de este. Los demás, con luz propia o prestada, no llegan ni a figurantes. En grupo, como la Vía Láctea, o todavía sin ser estrellas, como algunas nebulosas, sí.

Así, el universo pareció absolutamente ordenado. El Sol, en el centro, los planetas girando en orden, las estrellas girando todavía más lejos. El conjunto parecía lógico y lo observable coincidía con lo existente.

¡Ilusos! A acabar en la siguiente entrada.

martes, noviembre 27

Las circunstancias de la caída del sistema ptolemaico.

He leído hace poco un libro que reúne La gaceta sideral, de Galileo Galilei y Conversación con el mensajero sideral, de Johannes Kepler, el primer escrito de Galileo en que defendió públicamente el sistema copernicano1 frente al geocentrismo y la respuesta favorable de Kepler, respectivamente. Hasta ahí llega la opinión popular, porque ambos ensayos fueron también un argumento en contra de otras ideas relacionadas, como la perfección de los cuerpos celestes (esto es, la afirmación de que son inmutables sin experimentar generación ni destrucción) fue desestimada por la observación del relieve lunar y la negación sobre que estos cuerpos tuvieran dos movimientos, transformadas en certeza por los satélites que Galileo descubrió en Júpiter, que llevan su nombre2. Ambas eran ideas aristotélicas esgrimidas contra el modelo de Copérnico, pues en su visión del mundo todos los astros realizaban un único movimiento de traslación alrededor del Sol, pero la Luna hacía dos: la circunsolar y la circunterrestre.

Aparte, el libro contiene ciertos extractos de cartas de Galileo y Kepler sobre otros descubrimientos astronómicos de la época, como las manchas del Sol, una imperfección que agotó la paciencia de los aristotélicos, y algunas observaciones más, como el hecho de que Saturno fuera “tricorpóreo” (o más concretamente, que tenía muy cerca de él lo que parecían dos cuerpos que lo ceñían) y cierta mancha roja sobre Júpiter.

El libro, traducido por Carlos Solís Santos, está convenientemente anotado. En las notas, se hace ver que fueron especialmente los jesuitas quienes atacaron a Galileo por sus descubrimientos, aunque hay que decir que no fueron los únicos: no pocos filósofos, esto es, estudiosos de cualquier cosa, se quejaron. Los astrólogos, de que los nuevos satélites jovianos revelaban la inutilidad de los horóscopos tradicionales y otros que negaban que la física pudiera mezclarse con los cuerpos celestes3. En el asunto de Galileo y la Iglesia ha habido voces que han intentado dar a entender que todo es un malentendido y que la segunda parte no intentó nada malo. A lo que digo que, ¡y un cuerno! Verdad es que ni era toda la Iglesia ni todos los implicados eran eclesiásticos, pero que hubo un juicio queda claro, aunque el libro cuenta que algunos jesuitas, como Christopher Scheiner, empezaron su campaña contra Galileo por motivos tan nimios por las manchas solares, que el citado pretendía haber descubierto el primero.

Aparte del indudable interés histórico, el libro es interesante para ver cómo se pensaba en la “física” pre-newtoniana. Entre comillas, porque lo que llamamos hoy en día ciencia por aquel entonces todavía se hallaba íntimamente ligado a la religión, en el sentido de doctrina que intenta dar sentido a la existencia. De ambos autores, el que se destaca más es Kepler el astrólogo, ocupación en la que ya de por sí se intenta buscarle sentido metafísico a hechos naturales. Y es que, aunque Kepler admite sin ningún problema la existencia de los cuatro satélites jovianos, lo que asalta a Kepler es una duda, digamos, “trascendental”.

La belleza de estos cuatro satélites quedaba desapercibida a los ojos terrestres si no se usaba una última tecnología de la época. Luego, ¿para qué existían? Con la teleología hemos topado. Todo existe para nosotros… La teleología parece una reliquia, pero todavía se ve su fantasma en algunas de las peleas entre ateos entre religiosos, como aquella anécdota entre el científico ateo y el sacerdote católico, en la que el último le preguntó al primero cómo no podía creer en Dios por las maravillas del universo, y el aludido respondió que le parecía que Dios había desperdiciado casi todo el espacio.

Bien, Kepler era, aparte de un tipo brillante, muy religioso. Para él, todo el universo era una obra de Dios para nosotros. Luego, ¿qué hacían allá, tan lejos, esos satélites? En su obra propone una explicación, la cual lo lleva a otro argumento. Advierto de antemano que ambas son curiosas para el gusto actual y que se basan en que la contemplación de los satélites de Galileo es mejor desde Júpiter que desde cualquier otro punto del universo:

Los satélites están para que los contemplen los jovianos o joviales, esto es, los supuestos habitantes de Júpiter. Esta especulación, probable para Kepler, aparece después de que mencione cierta hipótesis clásica sobre los selenitas. Se apoya en el hecho de que como los satélites identificados fueron cuatro, el mismo número de planetas más cercanos al Sol que Júpiter (Mercurio, Venus, la Tierra y Marte), están ahí para “compensar” a los jovianos las enormes dificultades para contemplar estos planetas, que deben ser prácticamente imperceptibles para ellos. Además, afirma que para los jovianos la luna debe de ser imperceptible, con lo que demuestra que, si la Luna es nuestra, los satélites de Galileo están para ellos.

Esta especulación lleva a Kepler a otra consideración filosófica: si existieran los jovianos (u otros alienígenas) y fueran racionales, ¿serían más nobles que el ser humano? No, en opinión de Kepler, porque resulta que la Tierra está en un lugar privilegiado: en el seno del universo, el único constituido con los cinco sólidos platónicos, en el centro de las esferas celestes principales4 y donde se separan las dos órdenes de los ya citados sólidos (sic). Esto demuestra sin lugar a dudas que, incluso si hubiera jovianos y fueran racionales, el hombre es la criatura favorita de Dios.

Además, piensa Kepler que el descubrimiento incitaría un “salto tecnológico”: propone que quizás esos satélites hayan aparecido como una manera de estimular la creación de una “máquina de volar” (sic) que llevara allí a intrépidos exploradores, los cuales no faltarían. Kepler ya propuso la NASA, ¡vamos!

Increíble, ¿eh? Esta entrada no hace justicia a la inmensa capacidad de digresión que demuestra Kepler en su texto, en el cual toda esta discusión se sigue perfectamente de la aceptación del descubrimiento de Galileo. De hechos llanos y cantados, pasa a buscar la razón última y trascendente, como destaca Carlos Solís Santos.

Pero hay más: Kepler era, como he dicho, astrólogo, y no uno cualquiera. Observaba continuamente los cielos y los contrastaba con sus ideas acerca del efecto que los astros debían tener. Para él, la aparición de los satélites de Galileo no fue tanto un problema con la organización del universo, pues él era copernicano, como con el horóscopo. Si había más astros de los que contemplaba su sistema, los cálculos obtenidos eran incorrectos. Al final justificó un poco su sistema alegando, mediante ciertos razonamientos geométricos, que las características de los satélites jovianos sólo influyen en cierto tipos de características.

Es decir, Kepler aplicaba lo que podríamos llamar el método científico a todo esto (eso sí, era una total pérdida de tiempo). Kepler incluso afirmó su esperanza de que los satélites de Júpiter y los posibles de Marte5 ayudaran a corregir las divergencias entre la realidad y su modelo cosmológico.

Por su parte, Galileo rechazaba de plano alguna influencia astral sobre los asuntos terrestres, incluyendo esa relación bastante marcada entre las fases de la Luna y las mareas, porque eso de ejercer fuerzas a distancia le parecía cháchara… Hubo que esperar a que a un tal Newton se le ocurriera que había una cosa llamada gravitación para aclarar esa parte. Para Galileo, las mareas se debían al propio movimiento de la Tierra alrededor del Sol y de sí misma. Como con un vaso de agua, ¡vaya!

Galileo, asimismo, comparaba sus observaciones de la Luna con el efecto de los mares terrestres en su explicación del relieve lunar, pero desechará más adelante esa idea. También consideró que esta tenía atmósfera, a la que atribuía algunos efectos ópticos, como que la circunferencia del disco lunar parece más brillante que el interior del mismo y carente de accidentes geográficos.

Ambos autores, curiosamente, estaban plenamente convencidos de que el Sol era, sin duda alguna, el exacto centro del universo. Lógico, pues con esos datos de la época no tenían que pensar otra cosa. Excepto una: los cometas, cuya irregular órbita fue aprovechada por los jesuitas y otros aristotélicos para impugnar la validez del sistema copernicano. Galileo intentó encontrar una solución que salvara el conjunto, pero fue (y sigue siendo) imposible6. Así, de pronto se volvió aristotélico y declaró que los cometas eran fenómenos atmosféricos. En tiempo de Galileo, no obstante, el sistema copernicano acabó sustituyendo al ptolemaico definitivamente, muy a pesar de los jesuitas y, esta vez también vamos a superar la versión popular, los luteranos radicales. Porque no tuvieron tanta fama, pero Lutero criticó personalmente la obra de Copérnico y le molestaba hasta tal punto la idea de que la gente no interpretara las escrituras literalmente que llegó a exclamar aquello tan famoso de “La razón, esa puta”. Los fanáticos, ya se sabe: cuando no tienen argumentos, atacan al honor.

Primera parte de tres.

1 Es curioso observar hoy en día que, ante la complejidad del universo, suena a chiste hablar de un posible centro. Claro que, bien observado, este es más irrelevante porque, si este existiera, no sería en absoluto observable desde la Tierra.

2 Calixto, Europa, Ganímedes e Ío son llamados los satélites de Galileo, pero el propio Galileo los llamó Astros Mediceos, en un intento basta claro de hacerle la pelota a Cosme de Médicis, duque de Toscana y antiguo alumno suyo. De hecho, en su libro omite a Paolo Sarpi, un religioso que le comunicó las nuevas sobre los telescopios, porque este hombre estaba enemistado con los Médicis por aquel entonces.

3 Tal era la disociación del mundo aristotélico, que las matemáticas no se solían usar para explicar los fenómenos terrestres.

Se refería a la serie Sol-Mercurio-Venus-Tierra-Marte-Júpiter-Saturno..

5 Kepler tiene el curioso honor de haber predicho que Marte tenía dos satélites, pero basándose en un razonamiento igual de poco realista: como la Tierra tiene uno, y Júpiter cuatro (los de Galileo, claro), Marte debía tener dos para que la progresión fuera correcta. Para que vean ustedes que acertar no supone tener mayor conocimiento.

6 Porque, aunque ya estaban desarrolladas las leyes de Kepler, no identificaron el movimiento de los cometas como órbitas de alta excentricidad. Curiosamente, para los jesuitas esta anomalía “confirmaba” el sistema mixto de Tycho Brahe. De hecho, para ellos cualquier cosa lo hacía.