Un antiguo amigo de la infancia ha sido detenido en extrañas circunstancias, aunque no para la víctima, quien ya era muy extravagante. Hubo un tiempo en que él se limitaba a estudiar, echar una partidilla a la consola y dedicarse más o menos a los placeres de la vida. Era muy ducho en lengua y matemáticas y dado a reflexionar.
Quizás habría sido otro tipo de pensador si no hubiese sido por aquella visita de la concejal de Igualdad del ayuntamiento. Aquella mujer baja andaba entre los pupitres con indiferencia, segura de que saldría airosa incluso si no lo hacía bien, pero sin dejar de mirar a los alumnos como si fueran feligreses en misa. Aquella señora nos habló acerca de la discriminación sexual. No contó nada nuevo excepto cuando llegó a la hora del lenguaje sexista. Afirmó, como si fuera un hecho tan cierto como las pirámides de Egipto, que el genérico masculino era discriminatorio para las mujeres. Recomendó que usáramos expresiones no discriminatorias tales como “algunas personas” en vez de “algunos”, entre otros consejos. Mi compañero levantó la mano, y preguntó que si era también necesario hacerlo cuando uno no conoce si el número de algo es uno o varios. La mujer contestó que los cambios sólo se aplicaban para visibilizar a las mujeres. Cada día tengo más claro que no entendió qué quería decir mi amigo.
El caso es que, a partir de ese día, mi amigo empezó a obsesionarse con la exactitud del lenguaje para describir la realidad. En primer lugar, llegó a la conclusión de que era absurdo que se rechazara el uso de “hombre” en genérico y sólo se aceptara como sinónimo de “varón”, sin rechazar al mismo tiempo que “día” pudiera significar una rotación completa de la Tierra y la parte de esa rotación durante la cual brillaba el Sol.
Así, se propuso crear una regla personal: a partir de entonces, escribiría “Día”, con mayúscula inicial en cualquier caso, para referirse al período de rotación completo y “día” para el período de luz.
No obstante, se dio cuenta de que eso no servía para el lenguaje hablado cuando se lo comentamos. Así, decidió que un portmonteau venía al caso, y creó “diche”, cuyo significado era “transcurso del día y la noche”. Desistió de la línea astronómica cuando se percató de que la gente creía que hablaba de cierto filósofo alemán.
Así, pasó a la aproximación de los números irracionales. Se le ocurrió que la que los niños aprenden del número pi (3,1416) debería tener un nombre particular, "pieril". La de las calculadoras científicas (3,1415926536) se llamaría "potón", la del Excel (3,14159265358979), "pícel". Asimismo, con el número de Euler, e, acuñó el término "ebís" para la aproximación que acaba en los dígitos repetidos (2,718281828) y "etón" para la de las calculadoras (2,71828182846). Reservó “pi” y “e” para los valores verdaderos (obviamente, inalcanzables) de ambas constantes y decidió que "epi" sería el nombre de su suma. Jamás entendió por qué la gente se reía al oírle hablar.
Otra cuestión, sugerida por el idioma inglés, era la de las preposiciones. En español, como en otros idiomas, las preposiciones suelen tener una parte espacial exacta y otra debida al uso. Se propuso, por ejemplo, cambiar “en la parada de autobús” por “debajo de la parada de autobús” o “a la parada del autobús”, dependiendo de si había marquesina o no, respectivamente. Quizás porque la mayoría de alumnos iba y venía a clase andando, el asunto no llegó a más.
Además, se negó a seguir diciendo “hola” porque pensaba que, como era una manera reservada tradicionalmente a los inferiores, no debía usarse en un estado democrático. Asimismo, eliminó de su vocabulario términos como “siempre” y “nunca”, excepto para hablar de ciertas leyes físicas. Incluso dejó de hablar de “venenos” y “medicinas” cuando supo de la opinión de Paracelso acerca de estas sustancias.
Así continuó hasta que llegó a ser un problema para los demás. Sus padres, preocupados, le aconsejaron visitar un psicólogo, pero nuestros profesores creyeron mejor hablar con él. Durante una jornada, discutimos acerca del lenguaje, sus límites, sus errores, todo lo que tenía en sí como expresión del pensamiento humano, que está lejos de ser perfecto.
Después de esta jornada, mi amigo dejó de estar obsesionado por las reformas en pro del lenguaje perfecto, y durante un tiempo vivió tranquilo, sin sobresaltos.
Por desgracia, no duró. Medio año después de su recuperación, los medios de comunicación presentaron la famosa señal de tráfico igualitaria, que mostraba un muñeco con falda. A partir de entonces, mi amigo no volvió a clase.
Dos semanas después, apareció ante la consejería de Igualdad más próxima a su domicilio, a cuya entrada arrojó la copia de un “Manifiesto en pro del lenguaje perfecto” y atacó con una pistola de agua y bombas hechas con condones llenos de agua de colonia. Los vigilantes lo redujeron sin complicaciones y fue llevado a prisión.
La prensa ha escrito incontables artículos de él y de su causa. En los periódicos se han reproducido partes de su guía de "Así digo que hay que hablar", como la ha llamado con gran acierto un columnista. No sólo todo lo que ya conocíamos en clase ha sido aumentado (al parecer, ha acuñado vocablos para las diez mil primeras aproximaciones de pi), sino que ha añadido nuevas ideas, como nuevos tiempos gramaticales, cómo nombrar parejas sin usar genéricos y hasta dos modos de decir “media luna”, dependiendo de la fase del satélite.
Nadie, sin embargo, acierta cuál fue su motivación. Algunos señalan la absurdez del lenguaje políticamente correcto. Otros, “el uso descuidado de las nuevas tecnologías” por razonamientos que no nombraré aquí por bochornosos. Todos yerran. Su verdadera intención era que el lenguaje trascendiera: no sólo a los hablantes normales, sino también a la manipulación de bien o malintencionados. Quería crear el infiniccionario.
¿Se puede culpar a alguien por querer ser completamente objetivo?
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