El mes pasado emitieron en Paramount la versión cinematográfica de La guerra de los mundos rodada en 1953
por Byron Haskin. Como sólo conocía la peculiar versión que Spielberg realizó,
decidí verla con mi padre. En general, me causó una buena impresión, teniendo
en cuenta la época en que se rodó. Sin embargo, hay escenas ridículas.
Una es cuando, dentro de una
casa, el protagonista, el doctor Crawford, se carga una cámara de los marcianos
y estos, en vez de hacer lo lógico, freírlos sin más ni más, va uno de ellos a
investigarlo por su cuenta. Sin armas, que también es divertido.
Otra ocurre mucho antes y es la que motiva esta
entrada. Cerca de la ciudad donde caen los infames cilindros marcianos, el
sacerdote local se relaciona con las líneas de defensa, como representante de
lo que en otros tiempos se llamaban fuerzas vivas. Al tipo no lo convence
demasiado la idea de bombardear a los marcianos sin hablar primero, muy a pesar
de que estos han freído previamente a tres hombres y han causado unos cuantos
destrozos. Así que decide, sin advertirle previamente a nadie, presentarse ante
los marcianos… PROVISTO DE UNA BIBLIA. El motivo es que, para el tipo, esa
gente tan avanzada “debe conocer la palabra del señor”. Claro que sí, ¿y por
qué no el Tao, o la naturaleza búdica? Su táctica merece ser recogida en la
antología del disparate militar: recitar versículos mientras agita el libro.
Bien mirado, casi, casi que comprendo a los marcianos.
Tengo una Biblia, ¡Y ESTOY
DISPUESTO A LEERLA EN VOZ ALTA!
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Que el tío hable en inglés,
bueno, que asuma que los marcianos hablen ni lo comento por obvio. Al final, le
disparan con el infame rayo de la muerte y queda vaporizado. Por algún motivo
que mi pobre mente es capaz de alcanzar, luego es descrito como un héroe.
La pera. Luego dirán, a propósito
de “pilículas” como Prometheus, que hay una especie de ola religiosa en la
ciencia-ficción moderna. Claro, tonterías. Ya se ve por esta película que el principio antrópico ya era
conocido hace sesenta años, aunque no siempre por ese nombre.
La novela original de Wells, aunque vista desde ahora tenga ciertos errores, no
dejaba de ser una especulación muy curiosa en el aspecto biológico, con seres
con aspecto de pulpo, asexuales y telépatas. La película cambia el aspecto de
los alienígenas y los hace más humanos, sólo en el sentido de que tienen cuatro
miembros, pues la “cara” estaría en el “tronco”, por llamarlos así. Además,
tienen tres ojos dispuestos en círculo específicos para cada color, esto es, un
ojo para cada tipo de color recogido por los conos oculares. Incluso hacen
una simulación de cómo sería su visión y un comentario sobre su sangre. Vamos,
que la película no carece de nivel. Al final, acaba como la novela de Wells,
aunque esa escena, no diré cuál, en la película se oye con un oportuno toque de
campanas procedente de una iglesia.
Pues en esta misma película, un tío decide echar un
sermón religioso, como si los marcianos fueran rigelianos, ya saben, Kang y
Kodos, que no hablan inglés, pero sí rigeliano, que por una casualidad del
mismísimo carajo es exactamente igual al inglés. Aunque en ese caso, displicentemente,
los dos habrían contestado que son presbiterianos cuánticos.
Luego criticarán el space opera.
2 comentarios:
Al final los alienígenas, pese a estar más avanzados tecnológica y armamentísticamente, pierden ante las comparativamente toscas fuerzas terrícolas. ¿Por qué? Porque no conocían la palabra del Señor recogida en La Biblia. Conclusión: el susodicho sacerdote justamente vaporizado era un traidor...
Curioso punto de vista. Estamos, por tanto, ante una obra subversiva, que mitifica la traición.
P.D: En el final de La guerra de las salamandras hay una pequeña burla al final de La guerra de los mundos.
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