lunes, marzo 25

Mary Frith, la Belén Esteban a la que citó Shakespeare.

Habrá quien se haya asombrado de este encabezamiento. Más o menos, me figuro que ha ocurrido principalmente con dos tipos de personas:
  1. El ignorante simpático, consciente de no saberlo todo (al contrario que el necio), habrá pensado si ya por aquel entonces había friquis.
  2. El pedante biempensante, que se habrá preguntado cómo es posible que ya ocurrieran estas cosas sin la caja tonta.
El caso es que es verdad: la mujer de la que vengo a hablar hoy llegó a ser increíblemente famosa en la Inglaterra de principios del siglo XVII. Principalmente, por el motivo que llevó al dramaturgo a referenciarla en la obra La duodécima noche, o noche de Epifanía:
Wherefore are these things hid? Wherefore have these gifts a curtain before’em? Are they like to take dust, like Mistress Mall’s picture?
¿Por qué esconden estas cosas? ¿Por qué tienen estos dones una cortina delante? ¿Quizás cogen polvo, como el retrato de la señora Mall?
En la edición que yo leí, tuvieron el amable detalle de aclarar quién era esta señora, pero en este blog de habla con más detalle de este personaje:
El verdadero nombre de mistress Moll, famosísimo en aquella época, era Mary Frith. Su apodo completo fue Moll Cortabolsas. Durante muchos años Londres se ocupó de su persona y sus hazañas. Era a la vez prostituta, proxeneta, ladrón a mano armada, matón muy diestro en la esgrima, encubridora de robos... y hermafrodita. Siempre fue vestida como hombre. Algunos autores escribieron comedias sobre su vida y hazañas. En el frontispicio de una de ellas, publicada en 1611, figura el retrato de mistress Moll vestido de hombre y fumando una larga pipa. Su vida completa apareció en 1662. Moll Cortabolsas nació en 1584 y murió en 1659. A pesar de sus robos, el populacho de Londres sentía por ella un interés novelesco. Además, sus dobles órganos sexuales fueron un motivo de curiosidad.
Continúen ustedes, porque seguro que no los defrauda, pero vayamos al retrato:
El retrato al que se refiere Shakespeare estaba expuesto en una tienda de Londres, y el público lo veía pagando unos cuantos chelines. Como representaba desnuda a la pícara heroína para que todos pudieran apreciar su doble naturaleza, el cuadro estaba cubierto por una cortina que sólo era descorrida luego que el exhibidor se daba cuenta de la edad y cualidades de los visitantes. Shakespeare se burla de esta cortina fingiendo creer que es para librar de polvo el retrato.
En su día, yo aluciné. Nótese cómo antes de la aparición de los grandes medios de comunicación, algunos ya se prestaban a la atención de los morbosos mediante las chorradas más tremendas. Con un simple retrato, esta mujer logró mayor revuelo que muchos con Photoshop.

Lo realmente interesante de esta mujer es el buen ejemplo que supone de cómo es la gente. Muchas veces, cuando leo el periódico o algún blog, me encuentro con encendidas críticas a la programación televisiva. Nada que objetar cuando la crítica es justa, pero los rechazos a la televisión in tutto son más frecuentes que las que puede haber a las librerías, por poner un ejemplo. ¿Alguien pregunta si creo en serio que las librerías merecen un ataque? Mi respuesta es que no, pero existen excepciones. Conozco cierto caso, aparecido en el fanzine Hitler de pequeño leía mucho), páginas 6 y 7:
Si nos ponemos esnobs, se me ocurre traer a cuento a un amigo que yendo de paso se metió hace unos días en esa librería recién inaugurada en la Rambla de Catalunya, por buscar La vida de las abejas, el de Maeterlinck –que dicen que es bueno-, pero resultó que en la sección llamada de Zoología sólo encontró títulos tales que Tu perro y tú o Todo para tu poni, y que el resto del local eran palés del pijama a rayas y el secreto y si quieres puedes y yoga para todos y la catedral marina, el Planeta y hasta un pangolín que dice que el cáncer el lo mejor que le ha pasado en la vida, con dos cojones. Conciliación todo, literatura no había. Un océano de mierda, hombre, llamémoslo así que es como se llama. La librería esa la inauguró nuestro carismático alcalde, que para eso la calle es suya, con algo así como: “Menos crisis y más cultura”. Eso me contaron, que lo dijo. Con dos cojones también, el nota.


Esto afirma Rubén Lardín. Es decir, que se cree que el simple acto de leer es bueno, no el leer obras buenas. Esto creen algunos políticos: que leer un libro de Javier Sierra es lo mismo que leer uno de Stendhal. Luego nos quejaremos de los resultados electorales.

Esa librería, qué poca duda cabe, es innecesaria para la cultura. Merece incluso más condena que Sálvame, pues al menos este último no esconde tan descaradamente su vulgaridad bajo una capa de cultura (que lo ha hecho, pero no es el caso). Aplicando el principio orteguiano de que evitar al mundo los libros innecesarios es una obra de caridad, esta librería equivaldría a la mafia.

Para mí, a estas alturas, leer es por lo general mejor que ver la tele, pero porque la literatura tiene miles de años y la televisión un siglo. Muchos libros son buenos, algunos programas son asimismo buenos. Hay más de los primeros que de los segundos porque la literatura es mucho más antigua, pero también ocurre al contrario: la mala literatura es un enorme ejército. En sus días, ya hubo caballeros dedicados a combatirlo.

Tampoco me vale ya la excusa de los realities, aunque yo sea el primero en no verle gracia a un grupo de famosos dándose un chapuzón y que dos cadenas estén peleando para ofrecer los saltos más graciosos, pues no pasan de ser una simple anécdota que muchas veces se usa como falacia de reducción al absurdo. Como demuestra el revuelo alrededor del cuadro del hermafrodita, el morbo ya estaba ahí cuando Tele5 fue fundada. El verso shakespeariano dice que el cuadro tenía una cortina que ocultaba el cuadro hasta que se presentaba el número y tipo de personas “autorizados” a ver el cuadro, supongo que con algún pago monetario. Bien mirado, es la estrategia de Eric Cartman: basta con que pongas una cortina, o una valla, para despertar el interés del prójimo.

La verdadera novedad es que ahora es más fácil y cómodo. Hoy en día, tanto los feriantes de sí mismos y los espectadores deseosos de bufones lo tienen mucho más fácil. Los primeros sólo tienen que ir al casting del próximo Gran Hermano, a ver si, como dicen en mi casa, cae la breva y los segundos pueden estar cómodamente sentados mientras toman un refresco para ver un desfile de patanes. De haber nacido hoy en día, Mary Frith lo habría tenido fácil para asombrar al mundo con sus excentricidades.

De hecho, la propia televisión quizás no tenga toda la culpa en sí. Hay quien destaca que la televisión de hace unos años era diferente. Imperator destacaba en esta entrada, que, por lo general, la televisión de hace cincuenta años estaba en manos de gente que, como Concha Velasco o Alfredo Landa, había trabajado mucho para estar ahí, independientemente de que a él gran parte de su trabajo le parezca mala. Personalmente, yo creo recordar que los telediarios que yo veía de pequeño eran más sustanciales, que realmente informaban sobre un acontecimiento, mientras que hoy en día se dedican a resumir la noticia en tres anécdotas y a ofrecer cortes publicitarios. Hasta las comedias, que antiguamente duraban poco menos de una hora, se han extendido hasta noventa minutos, con argumentos cada vez más laxos y repletos de anécdotas poco constructivas.

El nivel de la televisión, por tanto, ha bajado, acusación frecuente en el mundo académico acerca de la enseñanza. No tengo los datos en la mano, pero me gustaría ver cifras sobre la popularización de los televisores y especialmente el número de televisores por hogar frente a años.

También el caso contrario es posible: en realidad, dicho nivel no ha bajado, pero sólo recordamos lo memorable. Lo mediocre ha quedado olvidado o, si es añorado por el suficiente número de personas, sólo sale en el programa de María Teresa Campos. Es lo mismo que en La realidad estupefaciente SuperSantiEgo comenta cuando, a veces, hace una crítica de una película o un libro por los que ha pasado algún tiempo y no son tan recordados. Al fin y al cabo, El Quijote (ya mencionado antes) y Viajes de Gulliver nacieron como parodias de las caballerías y de los viajes exóticos, respectivamente, géneros literarios que en su día eran Las sombras de Grey y los Harry Potter de la época.

Es lo que de hecho ocurre con esta mujer: nadie la recuerda. Simple y llanamente se ha transformado en una anécdota que recogió Shakespeare. A nadie medianamente inteligente le importa si una choriza de hace cuatrocientos años tenía pito: le importa saber si lo tiene Anne Igartiburu.