lunes, abril 25

La mezcla.

Cogí la costumbre de celebrar la fundación de este blog con relatos, y como este año ha caído la Semana Santa particularmente tardía, no he podido evitar darle al teclado.

La mezcla

Cabizbaja, volvía del instituto con los ojos llorosos. Su trenza caía lánguida mientras se mordía el labio inferior en un arrebato furioso intermitente. Cuando la sombra de la casa vecina la cubrió, dejó escapar lágrimas. Las lamió, amargas como la mirada que él le dedicaba con frecuencia desde que se conocieron.

Lo conoció en primaria cuando se enamoró de él. Ya era un muchacho guapo y agradable. Sin embargo, era reacio a relacionarse con chicas, lo que facilitó observarlo desde lejos. Acechante, aprovechaba la menor excusa para acercarse a él, para mirarlo con candor. No pasó mucho antes de que él la mirara así por primera vez desde el interior de los servicios masculinos.

Ese día no le dedicó esa mirada, al contrario, la había mirado con satisfacción. Cuando se dio cuenta de que no era su frecuente exceso de imaginación, sonrió.

Sonrió como el primer día que se atrevió a algo más que contemplarlo a unos pasos. Se acercó a su pupitre cuando todo el mundo salió al recreo, y robó su lápiz. Nerviosa, guardó el lápiz dentro de su camiseta, anudándolo a una cadenita que llevaba. Habría sido más fácil guardarlo en su mochila, pero necesitaba tocar algo suyo, sentir el calor residual de la mano de él. El lápiz quedó entre sus senos infantiles, y le proporcionó una sensación de verdadera excitación mientras hablaba con sus dos únicas amigas, igual de enamoradas.

Su alegría cesó cuando lo vio de la mano de ella. Se quedó atónita de rabia.
Tan atónita como cuando, mientras lo vigilaba, vio cómo su aparente rechazo al sexo femenino desaparecía cuando ella le dirigía la palabra, cuando reían juntos. No entendía que ese trato de favor obedecía a que eran amigos del parvulario, y desde lejos la odiaba. Pero un día, ella le preguntó a él que cómo era posible que perdiera tanto material escolar. Él no respondió, sino que miró con una acusación tácita hacia donde se encontraba. Se sintió mal, pero fue horrible cuando ella lo cogió con familiaridad del hombro y le aconsejó dejarla en paz mientras la miraba compadecida.

¡Ella ya no la miraba compadecida! Ella miraba feliz. No la miraba triunfante, no la miraba arrogante, no la miraba recelosa. Ella estaba contenta porque ambos se tenían. Llevó su mano a la cara de él.

Como cuando la sorprendió a ella en los servicios aquel día lejano, poco después de que la insultara con su piedad. La cogió del pelo y la sacudió mientras sus amigas abrían la puerta de uno de los inodoros. Ella luchó con ímpetu, y le dio una patada a una de sus amigas, quien siseó por el dolor. Ella se volvió y la arañó en la cara, a lo que respondió con un nuevo tirón del pelo que le arrancó un mechón. Ella se vio libre e intentó salir corriendo, pero su segunda cómplice se lanzó sobre sus piernas y la derribó en el suelo, haciendo que perdiera un diente de leche. La sangre empezó a manar. Manó más cuando, con su cómplice, empezó a golpearla. Su resentida amiga la pellizcó en el estómago con todo su odio. Como no dejaba de revolverse, la cogieron por las extremidades, la cargaron y la arrojaron sobre el inodoro abierto, que se cerró por el impacto. Corrió a ella, y levantó la tapa para a continuación meterle la cabeza. Antes de que intentara defenderse, sus amigas se echaron sobre ella, y así fue mientras repetía la inmersión. Cuando acabaron, la amenazó con hacérselo pasar peor si volvía a hablar con él. Ella la miró enfadada y escupió un chorro de sangre. Lo tomó como una ofensa y quiso volver a golpearla, pero la detuvieron. Ella rompió a llorar cuando se fueron.

Seguía llorando cuando irrumpió en su casa y se derrumbó sobre la entrada, mientras se tiraba de los pelos con rabia. Se frotó furiosa la mejilla donde ella la arañó en esa pelea.

Otras peleas siguieron a la primera, y ella nunca retrocedía. Jamás rogó ni se chivó. Tampoco dejó de verlo, a pesar de sus moratones. Él la miró con mayor amargura aún, y pensó que ese camino la apartaría de él para siempre. Así, reveló a sus amigas su fetiche, y con su ayuda sustrajo objetos más interesantes. Empezaron por su cazadora, que ocultaron en un rincón que ellas conocían. Él se enfadó y protestó, pero jamás admitió haberla robado. Cada cierto tiempo, robaron alguna prenda. Llegaron a asaltar los vestuarios de los chicos, lo que causó un escándalo en el colegio. Decidió ser más prudente.

Tan prudente como aquella mañana al ver la escena de la parejita. Decidió retirarse tras decir tópicos que ni siquiera recordaba, y pasó el resto de las clases deprimida. Entre un océano de decepción y sufrimiento, era una náufraga en su propia mente. Ninguna amiga podía consolarla.

Sus amigas abandonaron la esperanza de seducirlo. Cuando empezaron el instituto, encontraron a sendos sustitutos. Según ellas, eran magníficos. Tenía muy claro que se engañaban. Esto redujo su ritmo cleptómano pero aumentó su inestabilidad. Nunca fue muy amiga de sus compañeros, pero a partir de entonces se volvió taciturna y solía hablar sola, lo que aterrorizaba a estos. Llegó a acudir al psicólogo del instituto, pero compuso una historia plausible acerca de lo ocurrido como un acto de desesperación derivado de malos recuerdos de la muerte de sus padres.

Después de la muerte de sus padres, quedó al cuidado de su hermano, quien apenas tenía tiempo para verla. Nunca sospechó en absoluto lo que ocurría. Así, construyó un altar oculto en su habitación para él, donde atesoraba sus trofeos.

En esa misma habitación entró. Miró el altar, que incluía la cazadora y otras prendas, una constelación de fotografías que lo mostraban a él desde la primaria hasta tres días antes. Había fracasado. Pero no podía dejarlo así. Debía capitular. Quería contarle a los dos que no volvería a molestarlos, que abandonaba ese camino.

Su camino continuó entre soliloquios mentales y observaciones esporádicas. Con el tiempo, dejó los hurtos y se dedicó a capturar instantáneas de él. Las rechazaba en minuciosos controles de calidad si mostraban a otros, y las quemaba como a perversos herejes si ella aparecía. El cambio más notable fue que empezó a hacerle regalos, generosa como la Fortuna.

Se metió en la cocina para su último regalo, donde debía preparar la comida para su ocupado hermano. Decidió que lo mejor era un pastel. Empezó a preparar la mezcla. Se concentró para esmerarse, era necesario que él no rechazara su ofrenda de paz.

Sus anteriores ofrendas jamás habían encontrado ocasión de ser devueltas, de ser destruidas, de ser ignoradas. Le resultaba muy fácil hacerlo sin ser descubierta. Llevaba toda una vida acosándolo.

Esa vida llegó a su fin. Cuando la vieron en el pasillo, se acercaron con cautela. Tendió la caja del pastel sin decir nada. Ambos se miraron sin comprender. Empezó reconociendo que se había equivocado. Presentó sus humildes disculpas, prometió que nunca volvería a ocurrir. Se quedaron asombrados, pero al cabo sonrieron. Ofreció devolverle a él los objetos sustraídos, pero él rió, diciendo que la ropa no le quedaba ya bien y que ya tenía material escolar y fotografías, así que sólo le pidió que donara la primera y que empleara como mejor quisiera lo demás. Le agradeció su comprensión, y le dijo a ella que lamentaba todas las veces que la había acorralado como un animal salvaje. Mostró cierto desagrado por el dolor pasado, pero sólo comentó que esperaba que fuera feliz. Se despidieron como amigos.

Debía despedir su mal. La ropa resultó fácil de donar. Lo difícil era deshacerse de las fotografías. Quemarlas no haría sino acrecentar sus crímenes. No obstante, debía empezar por el principio. Por el lápiz.

Aquel lápiz que fue su primer error. Se lo desató con cólera para preparar la mezcla. Había tratado el lápiz para hacerlo puntiagudo, como demostró el buen corte en la muñeca. La mezcla solía ofrecérsela cuando la ocasión lo permitía: cuando dejaba su bocadillo a la vista, cuando tenía acceso a su bebida. Por supuesto, sólo unas gotas de sus deditos. Lo importante era la mezcla.

La mezcla que los dos estaban ingiriendo, la mezcla definitiva que comenzó tragando el lápiz y siguió con fotografías, gomas, aquel mechón de pelo y varios objetos cortantes. No habría lugar para la disputa, todos mezclados.

Cuando se encontró el pandemonio que se había mezclado en su estómago, la policía registró el suceso como un lamentable caso de pica. Sólo eso explicaba, en su investigación, por qué el cadáver mostraba signos de que la chica se había chupado el corte de la muñeca cabizbaja.

8 comentarios:

Miguel Baquero dijo...

Muy bien expresados los sentimientos, está muy bien (sin embargo, yo creo que no logra superar a esa genialidad del canibalismo televisado)

capolanda dijo...

¡Gracias! El viernes subiré la continuación de ese relato que mencionas.

Antonio de Castro Cortizas dijo...

La soledad y la frustración, a la edad inadecuada, suelen tener consecuencias catastróficas.
(¿Dónde se puede leer lo del canibalismo televisado?)

capolanda dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
capolanda dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
capolanda dijo...

Y la obsesión a cualquiera, no lo olvides.

Canibalismo televisivo: Primera y segunda parte.

P.D: ¡Lo que hace un error mientras se escribe el hipertexto! Tres intentos para publicar el mensaje.

Lansky dijo...

¿No te suena raro la frase de comienzo de uno de tus párrafos: "En la habitación entró."?

capolanda dijo...

Un poco cacofónico, sí. Lo editaré.