miércoles, abril 30

¡Tercer aniversario! Cuarta hilaridad (III)

¡Última parte!

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En el cuarto de baño, se lavó la cara, y viendo que seguía presentable, recogió su abrigo, y se despidió de todos.
-Vuelve pronto, chiqui-le dijo su hermana antes de que ella saliera.
Bajó las escaleras de madera, y se dirigió al punto donde se encontraría con Piñero. Esperó unos cinco minutos, durante los cuales sus labios actuaron de puertas de entrada desde el averno a espíritus informes. Aún hacía frío, y no era raro que el aliento se condensara. Dentro de una hora, ya estaría anocheciendo.
A la hora justa, vio a Piñero. Este corrió a su encuentro, saltando en gráciles zancadas.
-¿Llevas mucho esperando?-le preguntó él.
-No, en absoluto. ¿Te ha dado tiempo a hacer algo?
-¿De deberes?
-Sí.
-¡No, en absoluto!
Comenzaron a andar, mientras hablaban de música. Sin las maletas, fueron algo más rápidos, y a los veintitrés minutos ya estaban allí. Asombrados, vieron allí a Déisdrol.
-¿Cuándo has llegado?-le preguntó Piñero.
-A las seis menos cuarto-respondió él.
-¡Sí que tienes prisa por ir!-comentó Clarisa.
-¡No, es que tenía un amigo que se retrasaba siempre un cuarto de hora! A final tenía que engañarle y citarle un cuarto de hora antes. La costumbre, ya veis.
Rieron alegremente, y partieron hacia la parada del autobús. Allí, una mujer vieja estaba sentada cómodamente, como en un sillón.
-¿Hace mucho que espera?-le preguntó Piñero.
-¿Eh?-respondió la mujer-¡Oh, no, sólo estoy sentada, descansando!
-Bueno, entonces, ¿ha visto pasar un autobús hace poco?
-No, no he visto ninguno… Sólo llevo un rato aquí.
-Vale, ¡gracias!
Esperaron de pie, montando guardia, a la espera del autobús. Al principio, se movían mucho, para estirar sus inquietas piernas; pero conforme el tiempo pasaba, se quedaron inmóviles, asemejando estatuas. La mujer se despidió y reemprendió su paseo, y ellos seguían con la vista en la calzada, con esperanzas de que el autobús apareciera.
Al fin, tras veintitrés minutos, llegó.
-¿Hay que levantar la mano para que pare?-preguntó Clarisa.
-Tú, por si acaso, levántala-aconsejó Déisdrol.
El autobús se detuvo. Afortunadamente, a esa hora del día esa línea no llevaba muchos pasajeros, e incluso encontraron asiento. Clarisa se sentó al lado de la ventana, Piñero a su derecha, y Déisdrol enfrente de ella, en sentido opuesto al movimiento del vehículo.
-¿No te mareas, Déisdrol?-le preguntó Clarisa.
-¡No! ¿Por qué?
-¡A mí me marea sentarme así, ya ves!
Clarisa apoyó su pequeño codo en la repisa de la ventana. Déisdrol apoyó las palmas de las manos sobre los muslos. Piñero se cruzó de brazos.
En ese momento, entró un grupo de jovenzuelos. Hacían mucho ruido, y hablaban todos a la vez, creando la impresión de un público charlatán.
-¡Hostia, tronco, no veas la que le cayó al Chino el otro día!
-¿Qué, tío?
-¡Tío! ¡¿No lo sabes?!
-¡No, tío!
-¡Tío, su vieja descubrió la maría!
-¿¡Sí, tío!?
Siguieron conversando un rato acerca del tal Chino y su madre, de sus hábitos, consistentes básicamente en el consumo de estupefacientes; y del precio de la cocaína en la calle, y de cómo a un “coleguita” se la había vendido el camello de turno a 12 euros el gramo. A Piñero, que no acostumbraba a montar en autobús, lo dejó estupefacto la conversación, pero más estupor le produjo la indiferencia generalizada del resto de los pasajeros, cada uno era un mundo aislado. A Clarisa y Déisdrol, habituados a los asistentes a conciertos más granados, y a los de las discotecas, respectivamente, no los escandalizó.
Con el tiempo, los “narcopijos” empezaron a hablar aún más rápido, y sólo se entendía un “¡Tío, tío!” confuso y casi gutural, semejante a un concierto de ranas.
“Si los griegos hubiesen conocido a esta gente”, pensaba Clarisa, “hoy en día bárbaro se diría tiotío.”
De pronto, obedeciendo a una voluntad colectiva, se levantaron a la vez y bajaron del autobús, liberando a los presentes de tener que sufrir su estupidez.
-¡Buf…!-suspiró Piñero.
-¡Si tú fueras a según qué conciertos…!-dijo Clarisa.
-¿Es que es aún peor que lo de estos muchachos?-preguntó una mujer madura.
-¡Horroroso! A veces, he preferido cambiar de un buen sitio a otro peor, para no asfixiarme con humo de porro.
-¡Qué vergüenza, adónde vamos a llegar!-se quejó la mujer, quien siguió con un discurso poco original y monótono acerca de sus tiempos, los actuales y las diferencias generacionales.
El autobús giró a la izquierda, y en ese momento Piñero se incorporó sobre el asiento.
-¡Ya llegamos!-dijo.
Pulsó el botón de parada que tenía al alcance de la mano. Durante un momento permaneció sentado encorvado, listo para levantarse. A los diez segundos, los tres estaban ante la puerta, y bajaron. Enfrente de ellos, estaba el estadio del Pelotilla.
El estadio era de color blanco lechoso, y medía unos doce metros de altura, y ocupaba un área de aproximadamente diez mil metros cuadrados. Sus paredes estaban pintarrajeadas con grafitis infames, obra de los hinchas más radicales, y algún gamberro ocasional. Esta rodeado por una valla de ladrillo de cuatro metros de altura.
La zona de entrenamiento estaba relativamente cerca. En la valla, varios espectadores contemplaban a los jugadores del Pelotilla, célebres por sus derrotas. El público era un perezoso gris y triste en el atardecer lento. Dentro del cerco, unos títeres danzaban penosamente mientras realizaban acciones ridículas, llevados por unos hilos manejados sin habilidad.
-Bien, ¿qué hacemos ahora?-preguntó Déisdrol.
-¡Vaya, me has pillado…! No lo sé, esperemos un rato. Quedaría mal que nos pusiéramos a gritar tras llegar al primer momento-dijo Piñero.
-¡Pues a mí me parece bien!-rebatió Clarisa.
-¡Mujer, no es preciso gritar para mostrar tu desacuerdo! ¡Espera que se acerquen, o algo…!
-¡No estoy de acuerdo!
Discutieron durante unos minutos, cuando de pronto el aire se vio roto por una onda de baja frecuencia, modulada como un exabrupto. El foco de origen era un cuerpo de grasa y suciedad, que consumía un cilindro de papel con una mezcla de planta aromática molida y aditivos artificiales.
-¡Inútiles, idiotas!-volvió a decir el individuo.
El exabrupto provocó resonancias en otros puntos del espacio. Dichas resonancias eran sumamente constructivas, y la intensidad se multiplicó, aunque tras la valla se volvían destructivas. En el campo, las marionetas se agitaron, como si la muñeca de la que pendían hubiese cedido al cansancio.
-¡Venga, por favor!-protestó entonces el entrenador, un hombre de un metro setenta, con bolsas en los ojos, calvicie y vestido con un chándal de color azul marino brillante.
-¿¡Qué “por favor”, ni nada!?-se oyó desde el público.
-¡Miren, señores! ¡Entiendo su decepción y los motivos que los han llevado aquí, pero no hacen ningún bien a los muchachos-el entrenador señaló a los jugadores, que intentaban seguir corriendo y hacían la vista gorda-llamándoles idiotas!
-¡Usted no puede prohibírnoslo!
-¡Por supuesto que puedo! Esto es propiedad del club, ¡faltaría más!
-¡Nos gustaría verlo!-resonó en diversos puntos entre el público.
Clarisa frunció el ceño.
-No puede echarlos-dijo.
-No, pero tampoco me parece justo que tenga que aguantar a estos idiotas-comentó Piñero.
Clarisa calló, y otorgó, como dice el refrán. No le resultada agradable tener que admitir que llevaba razón, y que su postura estaba equivocada.
En ese momento, un chico recién llegado se subió a la valla, para a continuación vociferar contra el equipo. Los títeres, ya superada su paciencia, rompieron los hilos y siguieron la voluntad de su euforia. Alrededor del joven se formó un tumulto.
-¡Vámonos, rápido!-ordenó Déisdrol, que era hábil para reconocer una situación realmente peligrosa.
Empezaron a caminar ligero, pero evitando echar a correr, por si acaso. Un hombre maduro, cerca, hacía lo mismo. Parecía la unión de las sombras de los tres.
-¡No hay derecho, la gente no es nada razonable!-se lamentaba.
-¡Qué gran verdad!-le comentó Piñero, y el hombre se volvió a ellos.
-¡Son unos exaltados! ¡No saben quejarse sin ser unos groseros!
-¡Yo quería quejarme, pero no así!-dijo Clarisa.
-¡Pues así es como se quejan! ¡A gritos, y con descalificaciones! ¡Subnormales!
-Yo quería gritar, pero para hacerles notar mi disgusto… No para insultar sin más…
-¡Y yo también! ¡Pero es imposible! ¡En esta ciudad, o eres tonto, o un energúmeno, por lo visto! ¡No hay término medio!
Ligeramente deprimidos, vieron cómo el hombre subía a su coche y se marchaba. Decidieron volver a sus casas dando un largo paseo. De todos modos, llegarían temprano a sus casas.
En las calles estrechas, la oscuridad era ya propia del crepúsculo, debido a la proyección de los edificios, y la inactividad de los minúsculos faros urbanos. Prefirieron por ello regresar por la avenida principal, por la cual aún se podía ver el final de la calle. En las ciudades, incluso en las pequeñas como la Ciudad del Churro, no puede hablarse de horizonte.
-¡En fin…! Esto ha sido perder el tiempo-comentó Clarisa.
-¡Oh, no creas!-dijo Déisdrol riendo-Yo lo habría perdido de todos modos, jugando con el ordenador o algo así.
-Yo tampoco puedo decir que sea muy trabajador-admitió Piñero.
El lucero del alba apareció, su haz constante contrastaba con la intermitencia de las estrellas.
-¡Oye, Déisdrol!
-¿Sí?
-¿Qué tal está Caín?
-¡Bien! ¿Por qué lo dices?
-¡No, por nada! Es que es algo distante…
-¡Bueno, es su forma de ser!
-¡Ya...! Lo digo para que no se margine.
-¡Qué va! Él es callado, pero se lleva bien con la gente. De hecho, va a dejarle un juego a Saray.
-¿Un juego…?
-Sí, el Tale of Snorf.
-Yo no entiendo de juegos…
-A mí tampoco me suena…-comentó Piñero-¿Es nuevo?
-¡No, de hecho salió en la Pega Pibe! Hace muchos años.
-No lo conozco. ¿Es muy bueno?
-¡Es graciosísimo! Te partes con el argumento.
-¿Es que es ridículo, o algo así…?-preguntó Clarisa.
-¡No, está pensado para provocar la carcajada! Como las comedias.
-¡Oh…! ¿Y cómo es… ese juego?
Entonces, Piñero y Clarisa pasaron el resto del paseo escuchando la narración de Déisdrol. Mientras tanto, el alumbrado artificial empezó a dotar el cielo de contaminación lumínica, y rescató de la sombra a las plantas primera y segunda de los edificios. Incluso llegó a alcanzar el suelo, formando oasis de claridad.
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Mientras tanto, Caín estaba haciendo los deberes, y estaba a punto de acabar. Los libros formaban ante él un arco iris de materias escolares.
“…Y el valor de x es 10”, pensó. “x=10”, escribió.
Punto y final. Tras repasar los ejercicios, recogió los libros, y metió algunos en la maleta delante de los cuadernos. Despejó la mesa, rodeada de material escolar, y decidió leer de nuevo un tebeo que le había gustado mucho. Este trataba de un joven que viajaba por un mundo fantástico donde buscaba las mandarinas del fénix, que podían conceder cualquier deseo (incluso los más perversos y delictivos). En su búsqueda, era ayudado por una muchacha tan espabilada como un pez de colores, y un chulo con tendencias suicidas.
“¡Un cachondeo!”, pensó él.
Leyó durante una hora, y tras acabar, decidió buscar un libro que tenía de pequeño. Hojeó durante un rato, pero no le apeteció al final. Volvió a la estantería, y encontró otro tebeo que también leyó. Entonces regresó al escritorio, y durante una media hora actuó así, como una abeja que recoge el polen para el panal, o como una hormiga que busca alimento para su hormiguero. Como un heminóptero, en resumen.
Entonces, decidió volver al salón, y encender el televisor. Aunque tenía uno en su habitación, lo reservaba para jugar. Era la hora de una serie de dibujos llamada Yu-Yu, que estaba adquiriendo cierta fama en el mundillo de los aficionados a la animación. Era una parodia amable de las series de ciencia ficción y de los relatos tradicionales del lejano Oriente.
Así, reía en la penumbra que cada vez lo envolvía más, hasta hacerse imperceptible en el sillón. Cuando la serie acabó, Caín percibió que había anochecido, y se levantó para encender la luz. La invasión fue tan súbita que sus ojos se rindieron durante unos instantes.
En las ondas no habría nada interesante durante el resto del día, pero decidió quedarse leyendo una revista en el salón, para cuando llegara la familia. Esta hablaba de las últimas novedades en videojuegos, aunque Caín se estaba planteando dejar de comprarla. En la red, uno podía encontrar todo, como si le preguntara al mismo Dios.
Aburrido de nuevo, decidió releer sus capítulos preferidos de un libro. En eso estaba, cuando oyó el portero automático. Se levantó de un salto, y arrojó el libro con habilidad sobre la mesa, dejándolo en la misma página en que lo tenía. Llegó hasta el interfaz, y tras comprobar que era su madre, abrió. Esta ascendió sin usar las piernas gracias al ascensor.
-¡Hola, mamá!
-¡Hola, Caín! ¿Qué tal la tarde?
-Provechosa.
-Bien… Ya estás mejor que yo. A la tienda ha ido poca gente. ¡Qué desastre!
Se sentó en el sofá y se quitó los zapatos.
-¡Buuuuf!-suspiró.
Jadeó un poco, y puso en orden sus pensamientos.
-Caín.
Él levantó la vista del libro.
-Tu padre se ha ido de casa, y no quiere volver. Yo tampoco quiero impedírselo.
Enarcó el joven una ceja como si estuviera oyendo la lluvia.
-Entiendo.
-En consecuencia, tenemos que salir adelante con la papelería.
-¡Claro, porque ni estás divorciada, ni mi padre tiene trabajo! Y aunque ambas condiciones e cumplieran, dudo horrores que nos pagara en efectivo la pensión.
La mujer asintió.
-¿Necesitas ayuda?-le preguntó él.
La incredulidad se hizo soberana del rostro de la mujer.
-Quizás, no vendría mal. Pero ahora lo más importante-ella se acercó a él-es que no le digas nada a tu hermana, ¿de acuerdo?
-Sí.
La mujer lo observó como a un problema sin aparente solución.
“Se lo ha tomado realmente bien”, pensó. “¡Es tan frío…! Su padre siempre lo ignoró, pero me preocupa…”
Suspiró otra vez, y se levantó para ponerse cómoda.
Caín volvió a la jaula donde encerraba aquello que le hacía, según él, estar en el punto de mira. Fue a la única ventana, y se asomó. No lamentaba tanto la separación ni la situación familiar, como sí el hecho de que siempre tuvo la esperanza de entenderse con su padre.
“¡En fin, a tomar por culo!”, pensó.
Fuera, Orión se había apoderado del cosmos que le era visible.
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A la mañana siguiente, el sol volvió a reivindicar su trono celestial, y la luna, como si sintiera nostalgia por su dominio, permaneció visible. Debajo de ellos, los hombres continuaban con sus quehaceres, en el mundo transitorio.
Los estudiantes también continuaban con su rutina, sobre todo por inercia, ya que el interés de varios estaba por los suelos. No para dedicarse de mayores a fregarlos, precisamente. Entre estos estaban los alumnos de la clase de cuarto de ESO, grupo Ñ, y lo cierto es que eran los árboles de uno de los vergeles de esa zona desertizada llamada oficialmente instituto. A su conserjería llegó Caín, y le pidió a un hombre alto, calvo y severo en apariencia que le diera las llaves y el parte de su clase.
Fue por el pasillo al fondo, subió las escaleras, despejados a esa hora, y llegó a la puerta de la clase. Pensó que, como siempre, no había nadie. Entonces oyó el saludo.
-¡Hola!-le dijeron a la par Clarisa y Piñero.
Caín parpadeó.
-¿Os habéis caído de la cama?
-¡No, es que ayer quedamos rendidos tras ir al estadio del Pelotilla!-comentó Clarisa-Nos fuimos a dormir muy rápido.
-¡Ah, sí! ¿Y qué tal os fue?
-¡Espantosamente! ¡Había mal ambiente, y nos fuimos unos minutos después de llegar!-explicó Clarisa.
-Ha salido en las noticias, ¿no lo viste?-dijo Piñero.
-No me llama el fútbol, la verdad…-respondió Caín.
-¿Y tú qué tal estás?-preguntó Clarisa.
-¡Bien! Como siempre, vamos.
-¿Estás seguro? ¿No tienes preocupaciones?
-¡No…!-respondió Caín encogido de hombros.
-¡En serio, si hay algo que te preocupe, cuéntalo! Es mejor que lo sueltes.
-¡Venga, Clarisa! ¡Déjale estar! Caín es ese tipo de chaval que no deja que nada lo preocupe-comentó Piñero-¡Si no fuera así, no lo habría votado para ser delegado!
-Yo más bien creo que me votasteis para no tener responsabilidades-acusó Caín muy serio.
-¡Venga, venga! ¡No nos tendrás rencor!
Piñero rió. Caín esbozó una mueca malvada mientras movía las cejas con picardía.
-¡Ya te vale!-dijo Piñero.
-¿¡Ves!? ¡A eso me refiero! Si no te gusta, ¿por qué no te quejas?-preguntó Clarisa.
-¡Me quejé! Pero no me escuchasteis. Además, tampoco está tan mal. La verdad es que no es, sin duda, algo tan pesado como os imagináis. ¡Es que sois unos quejicas!-los señaló con el índice.
-¡Vale, vale! Ya veo que aguantas bien lo que te echen.
-¡Es que no le veo el sentido, la verdad! Entiendo que a la gente, algunos días, no le apetezca levantarse de la cama, ¡pero es lo que hay que hacer! Además, llorar no sirve de nada. El trabajo seguirá pendiente, lo roto seguirá igual, y tu padre no volverá si ya está decidido.
Clarisa se quedó boquiabierta.
-¿¡Tu padre se ha ido de casa!?
-Sí, ¡ya ves! No es que esté muy afectado ni nada de eso…
-¿Hace ya tiempo?-preguntó Piñero.
-¡No, ayer!-Clarisa y Piñero se quedaron asombrados-¡Bueno, ahora que pienso…! Ayer fue cuando me lo dijo mi madre, no cuando se fue… Hará casi dos semanas.
-¿Era frecuente que no estuviera en tu casa?-preguntó Piñero.
-Sí, de siempre, pero en los últimos tiempos ha ido a peor, con peleas con mi madre. ¡En fin, es lo que hay!
Clarisa y Piñero se miraron admirados. Desde luego, tenía narices y aguante. Caín, sin embargo, abrió la puerta.
-¡Ah, sí!-dijo tras entrar-No se lo contéis a nadie, por favor. No tengo ganas de cotilleos.
Ellos se lo prometieron. Caín fue a su mesa, en la absurda clase de la pared curva, y abrió la mochila, y miró dentro. Empezó a pasear impaciente.
-¿Qué te ocurre?-le preguntó Piñero.
Se aproximó a él y echó un vistazo a la bolsa de fabricación industrial.
-¡Oh, un juego de la Pega Pibe! ¿Tale of Snorf? ¡Anda, Déisdrol estuvo hablándonos de este juego a la vuelta!
Clarisa se acercó con curiosidad.
-¿Puedo verlo?
-Sí, toma-le dijo Caín.
-¿Es verdad eso de que puedes cambiar a alguien por cosas?
-Sí, cuando llegas a la Isla del Trueque con Truco.
-¡Jopé! Oye, pues no he oído hablar de este juego en mi vida-dijo Piñero, que lo cogió después de que Clarisa hubiese estado mirando la carátula por delante, por detrás y dentro.
-Es que no tuvo publicidad… ¡Una lástima, porque te ríes mucho!
-¿A quién se lo vas a dejar?-preguntó Piñero de nuevo.
-A Saray, que sí lo conoce.
-¿Me lo dejarás después?
-¡Mmm…! ¡Ya veremos!
Piñero le siguió rogando, pero Caín siguió a lo suyo. Recuperó el juego, para entregárselo a Saray cuando llegó, casi a la primera hora. La muchacha se alegró muchísimo, y reiteró su agradecimiento. Ella, Cáin y Déisdrol hablaron un rato amigablemente, mientras Clarisa pensaba que quizás no hacía falta preocuparse, aunque quería enterarse de los detalles del festival intergaláctico de monstruos. Piñero hablaba con Luisma y otro chico de lo ocurrido en el entrenamiento, y Shasha seguía a lo suyo.
-¿Te lo pasaste bien en el estadio?-le preguntó de pronto.
Clarisa se quedó sorprendida. Shasha sonrió.
-¡Fue horrible!-y le relató punto por punto su odisea.
Había empezado otro día más en el instituto.

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Y se acabó. Como comenté, el último relato que tengo preparado es para Draug, así que él lo recibirá antes que nadie. De todos modos, como no tengo demasiado que hacer, es probable que en poco haya otro nuevo.
¡Hasta entonces!

1 comentario:

Chuck Draug dijo...

He preferido esperar a leer las tres partes antes de comentar nada. Y la verdad es que ha sido una historia larga, pero que se ha hecho amena. Es verdad que he notado un poco al principio que las descripciones eran demasiado técnicas, pero poco a poco todo se ha hecho más natural y la historia ha ido ganando ritmo, aparte de ver distintas situaciones entre los personajes.

Una historia muy bien llevada al final, no se puede negar. Y un placer haberla leído.

Ahora toca esperar lo que me has preparado (jo, y creí que lo de Lucifer & Elina era un caso aislado... tendré que empezar a pensar en poner una sección de relatos en la página y todo).