viernes, septiembre 6

Conjeturas y observaciones.

Pues vi el otro día una película de animación basada en Los viajes de Gulliver, bastante antigua, del 39. La película, a pesar del título, sólo estaba basada en la primera parte del libro, el viaje a Liliput y Blefuscu (esto es, la acción de Gulliver queda en singular). Esta curiosa decisión puede estar basada en que la película se base en ciertas ediciones del libro que sólo incluyen la primera parte, nacida de la curiosa práctica de que esta obra fuera destinada como literatura infantil durante bastantes generaciones, y seguramente por el ascendiente tono misántropo del libro conforme Gulliver se embarca en nuevos viajes, sólo se les daba para leer la parte de Liliput, mucho más suave. A esta práctica los anglosajones la denominan “to bowdlerize”, que tiene incluso un sustantivo, “bowdlerization”. La palabra en sí viene de Thomas Bowdler, un farmacéutico, responsable de una curiosísima contribución a la literatura universal: las versiones censuradas, adaptadas para el público infantil y el FEMENINO, de los dramas de Shakespeare. Por si usted no conocía esto, le dejo unos minutos para asimilarlo. ¿Ya? Bien, pues para que se haga una idea, me limitaré a decir que en Hamlet, Ofelia no se suicidaba, sino que se ahogaba accidentalmente y que en otra obra no salía una prostituta porque está feo. Supongo que de Tito Andrónico arrancarían hojas enteras. Pues bien, el sobrino del señor Bowdler afirmó por escrito que estos trabajos fueron obra de la hermana de este tipo, esto es, una mujer (poetisa y novelista, para más señas). ¿Por qué no reivindicó sus “méritos”? Porque habría estado mal que una mujer leyera y entendiera, ya tiene delito, los pasajes más descarados de Shakespeare. Dejo otros tantos minutos para asimilarlo (supongo que más que antes). Resumen por si alguien no lo ha entendido: una mujer censuró una obra con el fin de que las mujeres (y los niños) no la leyeran, y esta censura la firmó su hermano para que no se supiera que ella leía y entendía de literatura atrevida. Después de tantos disparates, era inevitable que los Bowdler acabaran acompañando a Homer Simpson y su nombre ahora signifique adaptar una obra a un público inocente o a otro medio más popular retocando los asuntos moralmente más espinosos del argumento original. Normalmente tiene un sentido peyorativo, pero no siempre tiene que denotar que la adaptación sea mala. Por ejemplo, El nuevo traje del emperador de Andersen está basado en el relato del traje del rey de El conde Lucanor, de don Juan Manuel, pero se diferencia de este en que en el original, aquel que no viera el traje “no conocía a su padre” (que era un bastardo, vamos). Por ello, todos callaban para no perder su estatus, hasta que un esclavo, a quien le era indistinto quién era su padre, le contó al rey que iba desnudo. Andersen prefirió quitar del medio el asunto venéreo y, en consecuencia, de la imagen social para dejarlo en la inocencia infantil, que ve a través de todas las cosas. La fama de su versión es un argumento a favor del cambio que realizó. Pero esta entrada no va a ir acerca de Andersen, ni de Juan Manuel, ni de los Bowdler. Tampoco de la película, de la que sólo diré que no está mal, pero que para cambiar un argumento y dejarlo por la cuarta parte que se haga como Hayao Miyazaki cuando filmó El castillo en el cielo/Laputa*, esto es, que se hubiera llamado Liliput y Blefuscu. Vengo a hablar de la obra en sí, escrita por Jonathan Swift. Aunque, como digo al principio, algunos la hayan considerado una obra infantil por su tremenda fantasía, la obra en sí es una sátira de la Inglaterra de los tiempos del autor, que es retratada más y más mordazmente conforme el argumento transcurre. A su manera, la obra casi podría ser considerada un ejemplo de ciencia-ficción a medio camino entre aquellas obras griegas sobre gente que llegaba a la Luna y gente como H. G. Wells: una fábula que ilustra preocupación por una situación del presente. A partir de su visita al país de los gigantes, Brobdingnag, la situación de Inglaterra es representada como muy negativa, moralmente tan inferior al escenario de la historia como Gulliver físicamente contra sus habitantes; y esta crítica se extiende al resto de la humanidad a lo largo del siguiente viaje a Laputa**, Luggnagg, Glubbdubdrib y otros lugares. Después del último viaje, a la tierra de los houyhnhnms, uno no sabe si Gulliver se ha vuelto loco, pues su carácter se ha vuelto muy misántropo y dedica su tiempo a enseñar a hablar a dos potros. Mi comentario se refiere al tercer viaje, concretamente a Glubbdubdrib. Es curioso observar que si bien Laputa es descrita de un modo que casi, casi iguala el interés de Wells o de Verne en dotar a sus narraciones de solidez científica (la isla no flota, sino que se mantiene por la fuerza de repulsión de un potentísimo imán); en Glubbdubdrib se apuesta por la magia pura y dura: en esta nación, sus habitantes son magos capaces de invocar por un día a los muertos, con un descanso de tres meses para el difunto traído del más allá, quizás para recargar la batería que le permite pasar de un lado a otro o porque, como comentaba un conocido, los espíritus tienen que soportar una verdadera burocracia esotérica. Por supuesto, Swift aprovecha para invocar a unos cuantos muertos célebres y reírse un poco, por ejemplo, el protagonista llama a César y Bruto juntos, los cuales, lejos de enfadarse, resulta que se entienden y el propio César acaba declarando que su asesinato contaba para Bruto más que para sí mismo todas sus hazañas juntas. Después, el protagonista decide invocar a Aristóteles y le pregunta por su sistema natural, a lo cual contesta lo siguiente (pdf aquí):
This great philosopher freely acknowledged his own mistakes in natural philosophy, because he proceeded in many things upon conjecture, as all men must do; and he found that Gassendi, who had made the doctrine of Epicurus as palatable as he could, and the vortices of Descartes, were equally to be exploded.
Conjeturas, dice. Bueno, el caso es que decide hablar sobre la “teoría de la atracción” que tan de moda estaba por la época en que el libro fue publicado, y contesta esto:
He predicted the same fate to attraction, whereof the present learned are such zealous asserters. He said, “that new systems of nature were but new fashions, which would vary in every age; and even those, who pretend to demonstrate them from mathematical principles, would flourish but a short period of time, and be out of vogue when that was determined.
Que pasará, dice. Sí, bueno: trescientos años y todavía se enseña. Esta es la parte del libro que menos me gusta, algo predecible, dada mi formación científica: las pullas del autor hacia los primeros científicos de la época, que ya empieza en Laputa, cuyo nombre respondería, según algunos, a la aquiescencia de Swift con aquellas famosas declaraciones de Lutero. En Laputa viven filósofos, preocupados porque a lo mejor se les cae un cometa encima y que intentan verdaderos disparates, como obtener comida a partir de excrementos o dejar a un grupo de estudiantes mover al azar letras a imprimir en una especie de ordenador mecánico, con la esperanza de que algún día, vaya usted a saber cuándo, entre todos acabarán escribiendo grandes obras para la humanidad. Hay que reconocer que, desde la perspectiva de entonces, algunos de los experimentos de la Real Sociedad parecían extraños, pero es que en esa misma opinión podría haber coincidido un cateto cualquiera. Por otro lado, la declaración encierra ironía por un asunto que por aquel entonces, como ahora, era muy común: el Debate de los antiguos y los modernos, a saber, si hoy en día se sabe más que antes. Por supuesto, este debate continúa, sólo que los antes modernos pasan a ser también clásicos, tanto porque el tiempo no perdona a nadie como porque un clásico es quien trabaja para las generaciones futuras. A mí este debate me parece similar a otros tan imbéciles como “Fantasía contra ciencia-ficción” o “Sega contra Nintendo” (cuando yo era chaval, eran estas dos): puras y duras ganas de perder el tiempo. Está claro que en todas las épocas nace gente genial que realiza descubrimientos y/o escribe obras geniales, lo que nunca está claro es quién pasará a la historia y quién no será sino una moda. Ni siquiera en asuntos científicos, de los que dos más dos son cuatro se puede estar seguro, y si no miren a Mendel con sus leyes de la genética: por un tris llevan su nombre, porque nadie se enteró en su época por el hecho de que publicaba en una revista minoritaria, y porque los descubridores posteriores de estas leyes tuvieron un punto de honradez y de caballerosidad que provocaría el sonrojo de sedes políticas completas. No hablemos ya de los prejuicios culturales: el átomo es todavía presentado como un resultado de las ideas de Leucipo y Demócrito, pero lo cierto es que hay dudas sobre si a los indios se les ocurrió antes, concretamente a un tal Kanada, cuya fecha exacta de nacimiento varía entre el siglo VI a.C. (antes de los dos griegos) y el siglo II a.C (después). Eso cuando todavía admitimos que anuncian ideas nuevas, porque no pocas veces se anuncia el redescubrimiento de la pólvora y de que si metes la cabeza bajo el agua, no puedes respirar. Piénsese en todos esos cantamañanas que amparándose en, pongamos, internet o el libro electrónico casi que anuncian la llegada del Homo novus, que será sabio, guapo y no olerá mal después de tres días sin ducharse en pleno agosto. Ocurre, seamos sinceros. No obstante, el bando de los clásicos suele estar incluso más desnortado que el moderno. En común, ambos fallan en presentar las ideas y conocimientos de una época como monolíticas y sin desacuerdos, cosa que es ridícula. No hay más que ver que en cualquier época hay materialistas e idealistas, humanistas y nacionalistas, populares y elitistas, ateos y religiosos; y más factores que crean tantas facciones que uno se pierde entre argumentos y diatribas, porque cada grupo tenía, tiene y tendrá de enemigos a otros, charlatanes para ellos. Cuando yo era un chaval, recuerdo que en literatura iba muuucho mejor que en filosofía, y estoy empezando a pensar que era porque en la primera asignatura te presentaban a los autores clásicos en primer lugar (desde el Arcipreste de Hita hasta llegar a la generación del 27), y si bien había movimientos literarios, te los explicaban con calma, mientras que el siglo XX y toda la filosofía eran escuelas detrás de vanguardias, o al revés. Si a otros hombres los árboles no les dejan ver el bosque, a mí las facciones intelectuales no me dejaban ver una disciplina del saber. También fallan en algo, bastante curioso en los modernos: idealizar el pasado. En realidad, es un fallo de perspectiva: la antigüedad de la que hablaban era un período de casi un milenio de duración, que asimismo había ocurrido otro milenio antes. Entre ambos tiempos, se produjeron varias cribas que rechazaron mucha basura. Porque no se crean que en la Atenas clásica sólo existieron Pericles, Sócrates y Arístides. Estaba esa masa que le ponía las cosas difíciles al primero (más a continuación), condenó a muerte al segundo y al tercero al ostracismo. Y muchos de esos se atrevían a producir memeces que en la posteridad no quisieron salvar ni sus descendientes porque el recuerdo del ancestro era, parafraseando a Camilo José Cela, egeo-pelásgico. Es decir, que no todos los antiguos eran iguales. Unos antiguos en concreto, pues sí, es innegable que eran de un ingenio maravilloso. Como algunos modernos, pero con una diferencia: ya están muertos. No lo digo en contra de ellos, sino de sus defensores: los clasicistas se aprovechan de esta circunstancia para desbarrar a gusto. Como bien saben en cualquier grupo que promete consecuencias después de la muerte, los muertos todavía no han vuelto, ni uno de ellos, a rectificar a cualquiera que hable de ellos. Con los modernos también se hace, pero el interesado o bien critica, o bien elogia a sus supuestos defensores y aliados. Por eso mismo mucha gente habla tanto de las tradiciones perdidas: es fácil, cómodo y perfecto para no tener que enfrentarse a nadie. Estos tres errores llevan a conclusiones disparatadas. Por ejemplo, afirmar que los descubrimientos modernos no eran sino algo pequeño al lado de los clásicos. Pues será, pero esto no quita que, por un lado, el conocimiento antiguo no pueda ser complementado, a veces de manera brillante, por el reciente; y por el otro, que el moderno en algún momento no rectifique algo que se tuvo por verdad absoluta durante más de un milenio. Del primer caso, podemos irnos de nuevo con Pericles y lo que le pasó a un maestro suyo, Anaxágoras. Este hombre, un materialista, tuvo la osadía de afirmar en la politeísta Grecia que el Sol y la Luna no eran, como era bien sabido, Febo Apolo y Artemisa, sino una bola en llamas y una roca que reflejaba la luz de la primera, respectivamente. Existe un mito según el cual los paganos eran unos hippies que estaban abiertos a la tolerancia religiosa tal como la entendemos hoy en día, lo cual está algo equivocado. No les importaba mucho reconocer que los pueblos de al lado tienen sus propias montañas sagradas y similares, pero que nadie tocara sus lugares sagrados, y este tío escogió los dos astros más luminosos del firmamento. Los sacerdotes, ¡cómo no!, pidieron a gritos que fuera ejecutado por impiedad, el mismo delito achacado a Sócrates. Tuvo que salvarlo el ya citado alumno suyo, y sacarlo de extranjis de la cárcel y de la poleis, en un caso claro de que a veces ir en contra de la voluntad del pueblo es lo moralmente correcto. Pues piensen ustedes lo que se habría alegrado este hombre de saber que, siglos después, Galileo hubiese visto la superficie de la Luna y hubiese visto que era, en efecto, de roca. Del Sol, baste nombrar el prisma de Newton. Acerca de creencias antiguas rechazadas, podemos volver al libro de Swift. Mi mayor desacuerdo con el párrafo anterior es la idea de que la gravedad y la filosofía natural de Aristóteles equivalen. Más que nada, porque Aristóteles dijo muchas cosas. Por ejemplo, se le ocurrió que, como el hombre al nacer es un ser indefenso, quizás el primer humano fue criado por otro animal. Punto para Aristóteles, que sin darse cuenta conjeturó la evolución natural. También quiso colocar la ética dentro del campo de la biología, adelantando la etología. Otro más. Pero cuando llegamos a los dientes, ya no podemos perdonarlo. Resulta, verán, que Aristóteles tenía ciertas manías respecto a la naturaleza masculina y femenina. Como era común en el mundo griego, creía que lo femenino existía como imperfección de lo masculino, pero de un modo muy peculiar: en los dientes. Los varones, según él, tenían más dientes que las mujeres. El hombre perfecto de Aristóteles, bien mirado, debía de ser algo así como un superhéroe dibujado por Rob! Tampoco podemos dejar de lado el asunto del semen, porque se las trae. Aristóteles desarrolló la idea de que nuestro sexo era determinado por las características de este fluido. Hasta aquí hay que reconocer que su idea fue afortunada y es verdad que el sexo se determina por vía paterna. El problema viene al cómo se figuraba él que ocurría. Por humedad. Verán, para Aristóteles, el aire era bueno por ser activo y dinámico, mientras que el agua (el frío) era mala por ser pasiva (esto se demostró después igualmente incorrecto por la teoría cinética molecular). Por ende, si en el momento de eyacular, el semen era afectado por los vientos del norte, nacía nene seguro; y si era afectado por los del sur, nena seguro, porque son más húmedos. Y después de escribir esto, cenaba tan tranquilo. Lo que yo vengo a criticar es que decir todo esto eran conjeturas es discutible. Los dos primeros razonamientos se basan en hechos observables: cómo son los niños al nacer y que los animales suelen tener ciertos patrones de comportamiento. Lo siguiente fue pura especulación basada en prejuicios, incluyendo lo del semen, porque Aristóteles consideraba el semen como causa eficiente del hombre, ya que la mujer sólo se echaba de espaldas y “pensaba en Atenas”. Lo peor no es que en la era moderna estas ideas resulten risibles, sino que en la misma época “antigua” también lo habrían sido para algunos. De hecho, incluso antes: Anaxágoras llevó a cabo sus observaciones del Sol y la Luna un siglo antes y también empezó a considerar que la manualidad era condición previa de inteligencia, y no al revés (una vez más, Aristóteles). Erastótenes y Arquímedes, el siglo posterior, realizaron asombrosos descubrimientos basándose en observaciones del día a día que jamás pasaron de moda, porque eran hechos objetivos. Que el palo de Erastótenes proyectara una sombra no depende de la filosofía, me parece, ni que el agua de la bañera de Arquímedes se desplazara cuando ahí se metía. De todos modos, no hay que olvidar que alguna vez se ha admitido la existencia de algo sin tener más que conjeturas, aunque fueran muy sólidas. Por poner un ejemplo ya mencionado, el concepto de gen, tal como lo presentó Mendel, era más una formulación matemática basada en sólidas observaciones que un concepto biológico per se, y de hecho Jacques Monod menciona en El azar y la necesidad que para muchos biólogos la idea del fenotipo era una especie de excusa para seguir hablando de algo cuya existencia no había sido demostrada. Va a ser que no, Swift, y de veras lamento que no exista un lugar como Luggnagg para invocarte e indicártelo. Aunque si existiera un lugar así, me parece que no te llamaría, porque hay quien comenta que eras un pelín amargado, aunque ya se sabe que los críticos literarios a veces hablan demasiado (y quién no). Casi mejor que a ti, invocaría a Boccaccio y a Maupassant, y nos iríamos de juerga. *Quenosparióatodos. ** Por cierto, en la edición que leí yo, que compró mi padre hace ya más de cuarenta años, hay un caso de censura amable a lo Bowdler y la llaman Lupata.

4 comentarios:

Lansky dijo...

No conocía el término “bowdlerization”, que en nuestro idioma sería versiones expurgadas

capolanda dijo...

Bueno, auto-expurgada. De hecho, su autora, Henrietta Janes, firmó como su hermano esta versión por el qué dirán.

Anónimo dijo...

La cultura general y específica de este hombre es abismal.

Bravo, pero bravo-bravo.

Un saludo. Soy Chemazdamundi.

P.D.: no me deja firmar con OpenID.

capolanda dijo...

¡Gracias, Chema! No obstante, la cultura es una asíntota a la cual creo poder acercarme mucho más. Tiempo al tiempo.

Me llama la atención lo del OpenID, porque a mí, en este momento, me sale. Le echaré un vistazo luego.